viernes, 18 de noviembre de 2011

LENGUAJE Y CENUTRIEZ: “A MÍ QUÉ ME DICEN CUANDO LLEGUÉ EL MUNDO YA ESTABA ASÍ”

El hecho de que la gente hable según las habilidades que posee, puede convertirse en un problema de comunicación (incomprensión del lenguaje, desafectación, censura) pero también en otros que podría llamar de carácter social: incapacidad para el diálogo y la convivencia, para establecer empatía, alcanzar acuerdos, solidarizarse, para el ejercicio de la ciudadanía entre otros.


Precisamente por los efectos que el discurso tiene en los receptores y en el contexto en que se encuadra la emisión, toda vez que tanto unos como otro reaccionan ante la enunciación del usuario de la lengua. Es decir, ¿cómo se responde a un hablante que intercala palabras entre la expresión güey? ¿Qué efectos tiene sobre el entorno si la usuaria de la lengua sólo acierta a expresar OK?


El problema no es que hable como guste o como pretenda darse a entender efectivamente, sino las consecuencias que un habla reducida a comodines léxicos (monosílabos, frases hechas, neologismos) tiene en las interacciones mentales y en consecuencia, en el proceso y consolidación del aprendizaje de un sujeto cognoscente situado en un espacio tiempo específico y en relación con los demás. La economía del lenguaje no necesariamente repercute en formas de comunicación más efectivas y sí aproxima a ciertas funciones lingüísticas a un uso desechable de las mismas.


No abogo en nombre del purismo léxico, que defiendo el carácter móvil de la lengua (oral y escrita), me refiero a ese guión/plantilla al que se reducen cada vez más, muchas conversaciones, según consta en la comunicación de pasajeros que coinciden en el transporte público, en la fila para acceder o liquidar un servicio, la charla de sobremesa o la tertulia en el café o al calor de unas bebidas, al solicitar o proporcionar una información, en el habla de quien responde a una llamada telefónica, etcétera.


La restricción vocablos y la creciente falta de percepción de tonos y matices en el uso de las palabras, hacen parecer al usuario de la lengua un extranjero en su idioma, como si la lengua le fuera ajena; al escuchar a este tipo de sujetos se tiene la sensación de que quien se expresa, traduce con anterioridad en su mente (hurga en busca del concepto preciso, que es casi siempre el término fetiche) lo que quiere decir de una lengua (la suya, la actualización de su lenguaje) a otra (de la que es nativo hablante), tal es la torpeza (y a veces también testarudez) con que se manifiesta vocal y gestualmente.


La discapacidad discursiva da cuenta al menos, de la nula o poca habilidad del sujeto para organizar sus ideas; evidencia el pensamiento convertido en una maraña mental; muestra la discontinuidad existente entre lo que se quiere decir y lo que se consigue expresar; ejemplifica la desafectación entre el sujeto y la realidad que lo sujeta. Podría afirmarse que tal proceso de reducción lingüística, favorece la tendencia al caos, la apatía, la irresponsabilidad, la abulia, y sí acentúa un carácter de ajenidad con el otro en tanto lejanía con el contexto, un solipsismo tautológico irreversible.