La RAE señala
que el verbo desaparecer es
intransitivo, por lo tanto, la oración no requiere de un complemento directo
para que ésta tenga sentido. De suerte que es posible afirmar: “(yo)
desaparezco”, sin necesidad de agregar más al enunciado; en el predicado queda manifiesta
(se supone) la acción del sujeto.
Sin embargo, más
allá de las gramáticas existe una realidad que a fuer de su cotidianeidad
termina por obviarse. Me refiero a la desaparición forzada (que no es
pleonasmo) que han sufrido miles de personas durante los últimos años en este
país; situación agravada por la denominada “lucha contra el narcotráfico”
(eufemismo para no nombrar lo que debería ser nombrado puntualmente).
Por lo anterior,
es común escuchar en voz de periodistas, ONGs, portavoces gubernamentales y
otras instancias que la cifra de desaparecidos es tal o que se acrecienta o que
es inexacta. La imprecisión, a mí parecer, no es la cantidad, sino la nombradía
que se hace de estas personas que han dejado de estar a la vista o ser
perceptibles a los demás; puesto que la acción de desaparecer no ha sido ejecutada
de manera voluntaria por los propios sujetos (los que están ausentes) sino por
alguien más.
De modo que más
que referirse a estos como desaparecidos,
habría que decir quienes han sido desaparecidos. Lo cual hace que
el verbo mude de pretérito perfecto (¡qué ironía!) del modo indicativo (“yo he
desaparecido”) a una perífrasis verbal (“ha sido desaparecido”) y con ello,
recuperar (hacer visible) y reconocer la condición de víctima de quien ha sido ausentado
a fuerza y acusar la responsabilidad (de la naturaleza que conste) al agente
que ha causado la desaparición.
Refiero lo
anterior porque el emplear una y otra vez la expresión ‘desaparecidos’ permite
eludir el gravamen de quienes han participado en este crimen de lesa humanidad
(oh, sí, exagero) y en cambio culpa a
priori a quien ha sido desaparecido (se entiende que contra su voluntad).
De ahí que no sean pocas las voces que sarcásticamente señalan que “los
ausentes” no están desaparecidas si no sin reportarse: “no son desaparecidos
sino personas no localizadas”, respondió Monte Alejandro Rubido Aguilar,
titular de la Comisión Nacional de Seguridad, al Informe del Comité contra las
Desapariciones Forzadas de la ONU, en marzo de 2015.
Palabras que
muestran no solamente la pobreza intelectual de quienes las expresan, sino que
evidencian su calidad humana y la irresponsabilidad con la que asumen los
compromisos a su cargo. Puedo apostar que a estos sujetos ningún ser cercano o
querido se les ha ausentado sin reportarse ni se les ha culpado tácitamente de
su estado de ausencia; de lo contrario opinarían (sentirían) diferente. Porque
a la zozobra que genera desconocer el paradero de un familiar, una amistad, un
vecino, hay que sumar (y aguantar) la acusación implícita que se hace respecto a
esta situación, al señalarse de que si está ausente es por su propia voluntad.
Y ya he afirmado
que uno no (se) desaparece: es desaparecido. Hay una acción violenta en expresarlo
así: desaparecido (como un sustantivo), puesto que en este acto no media la volición
sino una imposición que les coloca (a quienes están ausentes) en una situación
limítrofe entre la existencia y la muerte (“Si no están, no existen y como no
existen no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos; no están ni vivos,
ni muertos”, dixit Videla), amén de cometer
una flagrante violación contra los derechos humanos de quienes sufren dicha
acción y el calvario que deviene para los familiares y amistades en la
interminable búsqueda de quien les han sido arrebatados.
Desaparecer no
es un verbo intransitivo, es una desgracia, una injusticia, un ejercicio del poder
cuya arbitrariedad determina quién puede existir y ser visible, y quién sólo
puede “estar” en su condición de ausente; es un estado agravado de la
precariedad, puesto que no es desaparecido cualquiera, sino quien ya gozaba de
poca visibilidad social, de escaso o nulo reconocimiento humano o carecía de
una valoración digna: son desaparecidos, la mayoría de las veces, quienes ya
estaban al margen de las múltiples periferias. Quizá por ello, paradójicamente,
reciben cierta nombradía digna en la expresión: desaparecidos, puesto que quien los enuncia es precisamente quien ya
no los consideraba presentes.
Desaparecer debería desaparecer de
nuestra gramática cotidiana y dar lugar a la aparición de inaplazables formas
de reconocimiento de las múltiples subjetividades que habitamos este país y dar
cabida a un escenario donde sea posible aparecer, ser, estar, vivir con
dignidad, de manera responsable, justa, reflexiva y sentida.