miércoles, 19 de octubre de 2016

DESAPARECER NO ES UN VERBO


La RAE señala que el verbo desaparecer es intransitivo, por lo tanto, la oración no requiere de un complemento directo para que ésta tenga sentido. De suerte que es posible afirmar: “(yo) desaparezco”, sin necesidad de agregar más al enunciado; en el predicado queda manifiesta (se supone) la acción del sujeto.
Sin embargo, más allá de las gramáticas existe una realidad que a fuer de su cotidianeidad termina por obviarse. Me refiero a la desaparición forzada (que no es pleonasmo) que han sufrido miles de personas durante los últimos años en este país; situación agravada por la denominada “lucha contra el narcotráfico” (eufemismo para no nombrar lo que debería ser nombrado puntualmente).
Por lo anterior, es común escuchar en voz de periodistas, ONGs, portavoces gubernamentales y otras instancias que la cifra de desaparecidos es tal o que se acrecienta o que es inexacta. La imprecisión, a mí parecer, no es la cantidad, sino la nombradía que se hace de estas personas que han dejado de estar a la vista o ser perceptibles a los demás; puesto que la acción de desaparecer no ha sido ejecutada de manera voluntaria por los propios sujetos (los que están ausentes) sino por alguien más.
De modo que más que referirse a estos como desaparecidos, habría que decir quienes han sido desaparecidos. Lo cual hace que el verbo mude de pretérito perfecto (¡qué ironía!) del modo indicativo (“yo he desaparecido”) a una perífrasis verbal (“ha sido desaparecido”) y con ello, recuperar (hacer visible) y reconocer la condición de víctima de quien ha sido ausentado a fuerza y acusar la responsabilidad (de la naturaleza que conste) al agente que ha causado la desaparición.
Refiero lo anterior porque el emplear una y otra vez la expresión ‘desaparecidos’ permite eludir el gravamen de quienes han participado en este crimen de lesa humanidad (oh, sí, exagero) y en cambio culpa a priori a quien ha sido desaparecido (se entiende que contra su voluntad). De ahí que no sean pocas las voces que sarcásticamente señalan que “los ausentes” no están desaparecidas si no sin reportarse: “no son desaparecidos sino personas no localizadas”, respondió Monte Alejandro Rubido Aguilar, titular de la Comisión Nacional de Seguridad, al Informe del Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU, en marzo de 2015.
Palabras que muestran no solamente la pobreza intelectual de quienes las expresan, sino que evidencian su calidad humana y la irresponsabilidad con la que asumen los compromisos a su cargo. Puedo apostar que a estos sujetos ningún ser cercano o querido se les ha ausentado sin reportarse ni se les ha culpado tácitamente de su estado de ausencia; de lo contrario opinarían (sentirían) diferente. Porque a la zozobra que genera desconocer el paradero de un familiar, una amistad, un vecino, hay que sumar (y aguantar) la acusación implícita que se hace respecto a esta situación, al señalarse de que si está ausente es por su propia voluntad.
Y ya he afirmado que uno no (se) desaparece: es desaparecido. Hay una acción violenta en expresarlo así: desaparecido (como un sustantivo), puesto que en este acto no media la volición sino una imposición que les coloca (a quienes están ausentes) en una situación limítrofe entre la existencia y la muerte (“Si no están, no existen y como no existen no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos; no están ni vivos, ni muertos”, dixit Videla), amén de cometer una flagrante violación contra los derechos humanos de quienes sufren dicha acción y el calvario que deviene para los familiares y amistades en la interminable búsqueda de quien les han sido arrebatados.
Desaparecer no es un verbo intransitivo, es una desgracia, una injusticia, un ejercicio del poder cuya arbitrariedad determina quién puede existir y ser visible, y quién sólo puede “estar” en su condición de ausente; es un estado agravado de la precariedad, puesto que no es desaparecido cualquiera, sino quien ya gozaba de poca visibilidad social, de escaso o nulo reconocimiento humano o carecía de una valoración digna: son desaparecidos, la mayoría de las veces, quienes ya estaban al margen de las múltiples periferias. Quizá por ello, paradójicamente, reciben cierta nombradía digna en la expresión: desaparecidos, puesto que quien los enuncia es precisamente quien ya no los consideraba presentes.

Desaparecer debería desaparecer de nuestra gramática cotidiana y dar lugar a la aparición de inaplazables formas de reconocimiento de las múltiples subjetividades que habitamos este país y dar cabida a un escenario donde sea posible aparecer, ser, estar, vivir con dignidad, de manera responsable, justa, reflexiva y sentida.

FOLLA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO


Hubo un tiempo en el cual el encuentro erótico-sexual fugaz, clandestino, anónimo, temerario (con su alta dosis de alto riesgo y letal) fue característico de quienes se oponían a las reglas del amor romántico, el flirteo y la monogamia. Cuerpos sexuados que vivían el deseo de su carnalidad más allá de las exigencias y limitaciones de la heterosexualidad y la homosexualidad que como raíles conducen, normalizan y totalizan las maneras “correctas” para vivir el deseo.
Hubo un tiempo en que fue posible ser radical.
La sociedad consumista que vende-compra satisfactores para necesidades inventadas más que requeridas, ha impuesto sus cánones en todos los ámbitos de la cotidianidad humana, ello incluye también las dinámicas del deseo que se han higienizado de tal modo que la promiscuidad resulta la “peor” de las acciones y en su contra se defiende una fidelidad a ultranza.
¿Qué es la fidelidad sino un corset para la vivencia humana? Se fideliza al cliente, al consumidor, al empleado, al creyente; ahí donde se fideliza, se esclaviza, se aliena, se arrebata la posibilidad de agencia. Fidelizar es obedecer. Y quien obedece no reflexiona.
Mujeres y hombres buscan con ahínco (así en la realidad como en el universo virtual) el amor, pero no como experiencia y construcción de la subjetividad, sino como una suerte de ortopedia existencial en la que se tiene a alguien a quien declarar dueño de los sentimientos, pensamientos y acciones; a quien reclamar atenciones y favores; a quien servir para sentirse útil y dotar de sentido la propia existencia, es decir, el amor como excusa para sobrevivir la vaciedad de una vida consumista, ergo, insatisfecha.
De esos “amorosos” me guardo. Seres (la más de las veces) pusilánimes, resentidos, egoístas, ignaros, superfluos que exigen encontrar en el otro lo que adolecen en sí mismos. Si el amor es carencia, déficit, búsqueda de sí en las fronteras del otro: en tiempos de la hetero/homonormatividad, buscar, hallar y poseer “el amor” es el mandato y el vector que vehicula y justifica todas las ansias, las dolencias, los pequeños triunfos que enmascaran grandes derrotas que in/satisfacen la vivencia diaria.
Por ello, se coge higiénicamente: hombre y mujer, hombre con hombre, mujer con mujer, pero siempre guiados por el amor (romántico) y el deseo (normativizado), lejos de excesos, excentricidades, anormalidades, con fantasías validadas por el establishment que devienen prácticas permitidas (y sólo las permitidas) que excluyen todo aquello que ensucia el marco aséptico de lo que cabe en la expresión “hacer el amor”.
Se coge coitocéntricamente. En la escena sexual sólo toman parte los genitales y solamente en las posturas que deben participar; fuera queda lo erótico y lo afectivo, porque ello supondría abrir las posibilidades del ejercicio de una sexualidad integral, plena, de verdad satisfactoria… porque ello demanda corresponsabilidad, respeto, cuidado. Y es más fácil “hacer el amor” (que mandata y no reconoce derechos) que follar, que exige todo.
Las demandas de compañía (exigencias) ocultan la urgencia de un satisfactor que colme momentáneamente el abismo propio disimuladas bajo requisitos como: busco a alguien a quien le interesen los buenos sentimientos (¿cuáles son los malos?), el físico no importa (pero los piden jóvenes y delgados), quiero a alguien fiel (que buscan en páginas electrónicas para encuentros sexuales), no busco sexo (pero se interroga sobre la forma, el tamaño, los modos de los genitales), entre otras expresiones, manifiestan la premura por cumplir el mandato de un sistema heterosexual y generizado (sólo masculino-femenino) que ha absorbido, en su pretendida corrección, muchas de las antiguas desobediencias sexuales, afectivas y emotivas amparado en un discurso de la prevención, la higienización, la exclusión de lo extraño, lo raro, lo anómalo. Se manda “hacer el amor” aunque con ello se deshaga el cuerpo carnal y emotivo, se amputen zonas de la subjetividad y se restrinja el goce.
La respuesta es la desobediencia. Deshacer el amor como una estrategia de reapropiación del cuerpo propio para compartirlo libre y responsablemente. Yo prefiero follar que es una forma de re/conocer al otro y a sí mismo. Follo con todo el cuerpo, pero también con la mente y los afectos, con inteligencia e irracionalidad (sin guiones ni presupuestos, lo más espontáneo posible, si cabe). Follo con quien sea posible, pero sobre todo conmigo. Follo porque puedo.


SOBRE EL RECONOCIMIENTO SEGÚN AXEL HONNETH: AMOR, JUSTICIA Y SOLIDARIDAD

El mandato bíblico ordena amar al prójimo como a uno mismo. Pero la ordenanza no es un vector que se desplace de manera inmediata, lineal e irreversible; llevar a cabo tal consigna obliga a cubrir antes la cuota de amor hacia uno mismo. La noción de despojo y la inmolación como acto amoroso por excelencia es una farsa. No es posible dar lo que no se tiene. Otras interpretaciones, sin embargo, son posibles.
La “invención” del otro acontece a través de los variados procesos de socialización a los cuales somos expuestos (obligados, pues) desde que nacemos. Las diversas instituciones que van forjando nuestro estado silvestre para dar paso a un estado civilizado que nos permita vivir en la escena social, insisten en la existencia de ese otro (plural, diverso, extraño, ajeno y a veces no deseado) que no obstante, debemos considerar en el día a día.
Monsergas del tipo: “respeta a tus mayores”, “sé amable con los demás”, “atiende a lo que manda la autoridad”, “obedece, porque soy tu padre”, “tú hazlo y no preguntes por qué”, entre otras perlas de florilegio aleccionador (atontador, casi siempre) forman parte de la pedagogía de la civilidad (una pretensión de civilidad) en la que poco o nada importa el sujeto, sino el cumplimiento de aquello que permite el funcionamiento conveniente de un sistema social que es también económico, político, sexual, de género, entre otros; de suerte que el éste ve reducida su valoración como tal en aras de su inserción (casi) autómata y (a veces) servil en el sistema.
Ningunear es un deporte nacional en México. Por ello, expresiones como amor, justicia y solidaridad devienen palabras que la mayoría identifica como parte de un léxico, pero que pocos son capaces de sentir como propias, en el sentido de que no se ha experimentado la dimensión amorosa, justa y solidaria en sí mismo. A veces, en este momento el sujeto cae en la cuenta del despojo del que es (o ha sido) objeto. Otras, simplemente le parece que eso no le toca o corresponde. El tema demanda muchas páginas y horas de lectura crítica y reflexión, pero señalaré a grandes rasgos, cómo la propuesta de Axel Honneth puede dotar de “sentido” y de dignidad al sujeto a partir del reclamo de reconocimiento.
Honneth se inserta dentro de la tradición de la Escuela de Frankfurt, en la que se conoce como “tercera generación”, y es uno de los más destacados teóricos del reconocimiento, dentro de los cuales también se identifica a Charles Taylor y Tzvetan Todorov (Tello, 2011:46). El autor alemán afirma que el reconocimiento es el elemento fundamental de constitución de la subjetividad humana. En otras palabras, si alguien no es reconocido, entonces carece de estatus de persona y deviene alguien dañado, y los daños serán tanto más graves cuanto más profundo dañen la estructura de la personalidad de los sujetos (Honneth, 1999:27).
Para intentar comprender lo anterior, expongo de manera breve y somera cómo funciona el reconocimiento según la propuesta de Honneth, lo cual plantea a través de la existencia de tres esferas en las que está inserto el sujeto: la esfera del amor, la esfera del derecho y la esfera del reconocimiento social. A la primera corresponde el cuidado y la atención; la expresión de los derechos universales, a la segunda, y finalmente, la solidaridad.
Cualquier falta o carencia en alguna de estas esferas procurará al sujeto una serie de daños que atentan contra su dignidad en tanto que lesionan su posibilidad de reconocimiento. Lo anterior puede llevarnos a pensar en las múltiples formas cotidianas en las que día con día somos disminuidos o despojados de reconocimiento. Algunos ejemplos de estos perjuicios ordinarios son, de acuerdo con Honneth, el maltrato, la violación, la tortura y la muerte; la desposesión de derechos, estafa y discriminación; injuria y estigmatización social (Tello, 2011:47).
Basta reflexionar al respecto para caer en la cuenta de los modos sutiles o no, mediante los cuales opera la desposesión de reconocimiento y de dignidad humanos. Formamos parte de la maquinara que opera puntualmente dotando o despojando de reconocimiento a los sujetos. Así, la valoración social (de la que participamos todos) deviene un parámetro que registra mayor o menor reconocimiento. Los ejemplos abundan: el estudiante que por sus rasgos faciales, su anatomía, el color de su piel y por su apariencia es rechazado de ciertos círculos académicos y públicos; la mujer que tiene vedado el acceso a ciertos espacios y ámbitos por su condición de género, pero que dicho veto se disfraza bajo otras variables como la edad o el riesgo físico; el niño apartado de los otros infantes porque su conducta sexo-genérica no corresponde a la que se espera de él (según su anatomía); el varón que debe “educar” su lengua para ser partícipe de determinados espacios donde hay un poder masculino hegemónico que dicta los modos y tiempos de expresión; los vigilantes y porteros que franquean la entrada de múltiples sitios y que determinan (en función de lo que leen e interpretan del sujeto) quién ingresa y quién no puede hacerlo, entre muchos otros.
Vivir estas experiencias de no-reconocimiento y no reaccionar ante ellas (ni siquiera mediante la queja o la incomodidad) da cuenta de cómo el daño causado en la subjetividad de bastantes ha conseguido tornarlos seres acríticos, subordinados, resignados a unas dinámicas sociales que existen pero no por mandato divino ni social, sino que han sido construidas e impuestas a fuer de rutina e institucionalización, probadas y valoradas por su aparente eficacia, pero a todas luces injustas, discriminatorias, indignas y arbitrarias. Lo contrario al reconocimiento es la cosificación, asegura Honneth.
Reclamar reconocimiento implica no solamente reconocer al otro como alguien digno de amor, de derechos y de dignidad, pasa también por desmontar la educación sentimental recibida a lo largo de la vida: el amor no es un premio de consolación, no se puede amar si antes no se ama a uno mismo, la dignidad es integral o no lo es, los derechos se ejercen a plenitud so pena de no serlos. Ser en comunidad pasa por reconocer la integridad del otro.  Quizá sea necesario reescribir la consigna bíblica: demanda reconocimiento de tu prójimo para que puedas reconocerlo como a ti mismo.

Referencias
Honnet, A. (1992) “Integridad y desprecio. Motivos básicos de una concepción de la moral desde la teoría del reconocimiento”, Isegoría, No. 5, pp. 78-92.

Tello Navarro, F. H. (2011) “Las esferas de reconocimiento en la teoría de Axel Honnet”, en Revista de Sociología, No. 26, pp. 45-57

YO NO SOY BERLINÉS: MIRADAS OBLICUAS DE UN MESTIZO


Escribo este texto un par de semanas de mi arribo a Berlín, justo en un momento de quiebre afectivo tras bregar entre las comparaciones (tan chocantes como inevitables) entre un país y otro. De modo que experimento una urgencia por salir corriendo de aquí y no parar hasta llegar al aeropuerto: volar y dejar atrás, lejos de mí, esta ‘añorada’ Europa. Tengo ganas de cerrar los ojos muy fuerte (¡muy fuerte!) y que al abrirlos esté ya en América Latina.
Mi estómago se resiente: centro neurálgico de muchas de mis pulsiones, lo siento constreñido, señal de que la tensión acumulada se ha arrinconado ahí, desde donde ejerce sus efectos al resto del cuerpo y el ánimo. Estoy harto, estresado, asqueado, cansado, agotado y agobiado, rebasado de representar un papel de “ciudadano berlinés” que no me convence y que no obstante, debo ejercer so pena de sanción. Porque en esta sociedad que parece que funciona convenientemente la convivencia cotidiana, ésta no parte de la convicción del sujeto (eso creo) ni del producto de una integración o cohesión social, cultural, política y más de la que participen convencidamente los ciudadanos. No.
Es fruto de una cadena efectiva de vigilancia integrada en el cuerpo de cada persona; sin necesidad de un panóptico (que lo hay), cada quien se convierte no en “guardián de su hermano” sino en policía del prójimo. Mediante actitudes, gestos y omisiones egoístas disimulados bajo la apariencia de cortesía, amabilidad, “lo que toca hacer”, las personas crean distancia entre unas y otras para mantenerse (a salvo) dentro de su espacio personal (personalizado) en el que se sienten seguras.
Me percibo alienado: estoy harto de las cámaras de vigilancia en el metro (hasta cuatro por vagón) y en los pasillos y andenes; del asedio de los inspectores que ingresan haciendo un control para verificar quién ha pagado y quién no el pasaje (siento el mismo estremecimiento que cuando veo un retén en México); de cruzar por las esquinas rigurosamente cuando el hombrecillo verde (Ampelmann) indica que puedo avanzar; de solicitar, recibir, entregar oficios hasta para lo más mínimo; de la estricta separación de la basura que enloquece al más cuerdo al contemplar las combinaciones permitidas y las que no. El peso del “no” es demoledor, al menos lo es para mí que creo en la capacidad decidir libremente entre lo correcto y lo inadecuado por mera convicción sin necesidad de un capataz azuzando con el látigo.
Porque el capataz acá está no sólo en la mirada de cada ciudadano (“auténtico”) alemán, dicha vigilancia se sostiene (fomenta y reproduce) desde la ley que más que para normar está para castigar: multa, sanción, pena. La dinámica social acá está articulada a partir de la amenaza, de la sentencia, de una falsa libertad expresada en “tú puedes hacer lo que quieras, pero si te equivocas, si fallas, entonces te castigo”. Lo que me parece esquizofrénico: ningún loquero cura esto. Insisto, es mi percepción de mestizo tercer mundista en el “primer mundo”.
En México me cuido de los ‘levantones’; acá voy alerta a las re/acciones de los otros. Allá temo al secuestro exprés; acá a haber incumplido una regla por omisión o ignorancia y ser duramente sancionado. Allá es el caos, la emergencia, la improvisación; acá la certeza de que las cosas pasan porque así tiene que pasar. Me asfixia la falta de espontaneidad, me aterroriza vivir en un estado policial que a diferencia del mexicano sabe que tiene poder para ejercer esa violencia contra mí. Allá a esto se le llama impunidad; acá: la ley.
Me dan ganas de salir huyendo y no volver nunca más a pisar estas calles hermosas ni utilizar el metro tan puntual y ordenado ni pasar los cruces de esquina tan bien delimitados; me dan ganas de no volver a ver hordas de bicicletistas dueñas del espacio público ni el verdor de sus extensos parques ni el sol de seis de la mañana o el crepúsculo a las ocho de la noche; me dan ganas de esfumarme y reaparecer en mi guarida que tiene sus reglas claras, pero jamás inflexibles.
Me gusta la excepción como forma de equidad. La justicia per se es injusta. No puede una ley estar por encima de lo humano si esa condición supone arrebatar estatus de humano al sujeto. Pero acá no hay excepciones: las cosas funcionan porque cumplen puntualmente lo que toca realizar y a eso le llaman orden (control), progreso (control), control (más control). Me asusta la idea de pensar tener que estar acá más allá del tiempo que debo permanecer. Te acostumbrarás, dice la gente. Quién sabe. Lo que hago es actuar estratégicamente: repetir los esquemas conductuales, hacer como que me alemanizo, parecer que formo parte de esta sociedad, di/simular; porque en mi interior me siento reprimido, asfixiado, pájaro enjaulado al que toca cantar para recibir su ración de alpiste.
Mi mixtura choca contra la linealidad de esta cultura; mis torsiones se revuelven ante la (pretensión de) pureza de esta sociedad; llevo “demasiada Latinoamérica” en mis venas para poder emparejarme con estos cuerpos robotizados con funciones sociales reprogramadas para actualizarse en el momento correcto. Todo el espacio está preparado para florecer, pero no hay libertad para elegir la forma de la flor. Prefiero el monte mexica: ahí se florece donde y como se puede: pero libre.

Berlín, 30 de abril de 2016

VIVIR CANSA, AGOTA

Hay quienes aman la vida y quienes padecemos el mundo. Ninguna opción es original ni novedosa, de larga data ambas manías. Es el sujeto quien las asume y presume ser el primero en una u otra experiencia de su ser y estar aquí.
A mí siempre me ha pesado la vida. Desde que tengo recuerdos, mi mayor deseo ha sido el dejar de estar vivo. De larga cuña es mi consigna de que vivir no es una obligación. No tendría que serlo. “Cansancio vital” lo han llamado acertadamente los escandinavos. Pues bien, yo nací cansado, vivo cansado y me urge descansar.
Me hizo falta, en los genes, en el alma, en algún lugar del cuerpo, supongo, ese hálito vital que hace que uno vaya por la vida saltando gozoso como Heidi lo hacía por los montes nevados. Yo de cabriolas sólo sé por las que di huyendo al monte en busca de soledad, silencio y paz; qué agobio la gente, qué estrés la convivencia humana, qué pereza el performance diario de la vida social. El peso de las relaciones interpersonales vale para la vida real como para la virtualidad.
Bruticie en un espacio como en otro, sandez, simpleza, frivolidad, estupidez, larga es la lista de actuaciones que han devenido competencias comunicativas en el siglo XXI y que dada mi lentitud evolutiva, no acierto a adquirir y francamente, no me interesa dominarlas. Con lo que me he esforzado para desteñirme la primitivez de los primeros años como para volver a ella reivindicando que eso “es lo de hoy”.
Por ello mi único recuerdo grato es la escuela. Esa institución que hace decenas de años vive sus “peores tiempos”, fue y ha sido para mí el mejor de los mundos posibles. No por la convivencia con mis pares, no, que ese fue lo peor de la misma, sino porque fue el espacio donde aprendí, donde conocí, donde mi mente fue retada. Ahí, racionalismo y emotividad se batieron a duelo, ahí mi pensamiento local fue sacudido, ahí se desmembraron los mitos, ahí se descarapeló mi noción estrecha de mundo.
Fue la escuela (a través de las maestras y los maestros que tuve) quien me conformó otro sujeto. Porque a diferencia de bastantes que se tragan todo lo que la institución les impone (o lo escupen sin catarlo siquiera), yo tuve la oportunidad de regurgitarlo, rumiarlo y luego decidir qué sí quería para mí, qué sí servía para mi existencia, qué sí me daba fuerzas para seguir con vida. De suerte que no es exagerado afirmar que si sigo vivo es gracias a la escuela.
A mí me gustaba y me gusta aprender. Observar, leer, cotejar, analizar, hacerme preguntas, esperar, cerrar los ojos, presuponer, organizar datos, corroborar, corregir, errar… han sido actos cotidianos en mi vida diaria, no sé si de ello me dotó la escuela o si ya los llevaba y por ello encontré el sentido que millones no le encuentran a la institución. Puedo afirmar que todo se lo debo a mis profesoras y profesores, puesto que al exponerse me enseñaron lo que debía o no hacer en mi convivencia ordinaria, en mi existencia adulta. Quienes aseguran que hay docentes que no enseñan nada deberían preguntarse por qué es que no aprenden nada. Insisto: de quien está al frente siempre se adquiere necesariamente algo, lo contrario significa no haber atendido al expositor.
Ahora que el cansancio vuelve a llamar a las formas de mi cuerpo y tira cuesta abajo de mi ánimo, debilita mis pocas fuerzas, estremece mi lábil fortaleza, apelo a lo aprendido en la institución escolar para intentar defenderme del flagelo de la angustia, la mohína, la desazón, el tedio, la desesperanza. Ya me ha salvado otras veces, sin duda puede hacerme reflotar nuevamente. Sin embargo, la atracción por el abismo es tan fuerte, magnética, seductora como bien lo saben quienes han atravesado la ferocidad de este agujero negro.

No se trata de ser optimistas ni apocalípticos. Es la mera vida. Hay quienes nacen, crecen, mueren amando la vida. Sufren cuando ven que los días se acortan, se agotan. Y hay quienes ansiamos vivamente esa feliz hora en que todo se detenga para entrar en una plenitud propia de lo que ha dejado de ser para sólo estar. Ese gozo infinito de no-ser más que olvido es el que ahora añoro y tanto necesito. Oh, san Lorca: “si mis manos pudieran deshojar la luna”.