Por las
implicaciones que tiene, hay una acción más importante que la de No-pensar:
decir lo que se piensa sin reflexionar sólo porque existe la posibilidad de
hacerlo saber. En los tiempos que corren, el acceso a Internet y el uso masivo
de las redes sociales han convertido amplias zonas del ciberespacio en los “nuevos”
pasillos del chismorreo, las murmuraciones y el antaño común “corre, ve y dile”.
Pero a diferencia de aquella rumorología que afectaba de manera puntual, la
verborrea digital se torna viral y magnifica el ruido.
De suerte, que
la opinión de cualquiera volcada en el momento (in)oportuno, puede prender una
chispa y provocar un incendio de altas dimensiones. Así, señalar a alguien de
esto o aquello, deviene certeza; la versión de un evento puede ser sólo eso: un
relato sobre cientos de versiones más que maximizan el primer suceso, lo
alteran, lo transforman y deviene otro. Otros. El murmullo adquiere el estatus
de juicio de valor. Y la valoración se ha convertido en ley, sentencia, palabra
divina cuando no en anatema.
De modo que no
sorprende que en toda esta promiscuidad de opiniones lo que menos prime sea el
sentido común, el respeto o la justicia. Menos aún, el derecho a disentir. El silencio
(el derecho a quedarse callado o a no opinar) se ha anulado. Puesto que quien no
se suma al hilo del vocerío electrónico se torna sospechoso de estar,
justamente, del lado contrario de aquello que arde en las redes sociales. El sentido
práctico ha sido devorado por el sinsentido voraz de destruirlo todo.
La antigua voz
del profeta llamada a derribar para construir, se alza en los desiertos del
espacio virtual, destructora, desafiante y tonta, pero convencida de ser la
única, la elegida, la ungida para destruir ahí donde hace eco la palabra
tóxica. Los eriales de la sinrazón producen los antiguos monstruos que otrora
hizo germinar la Ilustración.
Si fue escrito o
expresado en la red, entonces existe y lo referido es verdad incuestionable. La
vuelta a los esencialismos y los fanatismos de diversa índole, el resurgimiento
y poblamiento del espacio virtual y el real de turbas excitadas de rabia,
desprecio y resentimientos varios arrasándolo casi todo, así como la tozudez de
bastantes, son algunos de los frutos de un narcisismo que no tiene llenadera y de un solipsismo que asusta
cuanto más ignaro y brutal es.
El derecho a
expresarse con libertad ha mermado otro derecho: el de disentir. Y ha
convertido el ágora en ring; al orador en azuzador de hordas; al tonto en coach. De manera que la antigua decencia
desluce y no es convidada al banquete del “tengo derecho a decir lo que pienso”.
Por supuesto que en tal afirmación no cabe la consideración del otro, menos aún
el reconocimiento del otro, porque el otro no existe sino como objeto de la
injuria, la burla, el chisme, el desprecio. O se está de un lado o del otro,
aunque entre una orilla y la de enfrente no exista mucha diferencia. El punto
medio, como el silencio, está proscrito.
¿Alguien
pinchará el botón de alerta para advertirnos de que esta supuesta libertad de
expresión en realidad nos torna más esclavos, no de quienes controlan la red
(que ya es un hecho), sino de nuestras inmundicias, ignorancias, reacciones y apreciaciones
más inmediatas y elementales? ¿Quién puede hablar con sensatez? ¿Alguien
escucha, entiende, comprende y reacciona?
La masa
extasiada se arroga el triunfo de exhibir a unos y a otros sobre este o aquel
proceder inadecuado, inmoral, abusivo, pero no repara en una cuestión nuclear:
anunciar en redes sociales no significa lo mismo que denunciar, puesto que lo
segundo sólo puede realizarse ante instancias correspondientes (¿o no?). No obstante,
el nuevo Ministerio Público es la Red. Yo acuso que… escrito, tageado, publicado, visto y compartido: Quod enim scriptum est!
La noción de
justicia y reparación de daños empieza y culmina en la satisfacción de la viralización
de aquello de(a)nunciado: a más reproducciones, compartidos, “vistos” y likeados, mayor sensación de deber
cumplido. Si bien hablar es una manera de liberarse, no basta la palabra enunciada y escuchada para devenir justicia.
Lo dicho: decir
en redes sociales no es denunciar. Menos aún lo es escribir y compartir lo
escrito de manera ligera, irreflexiva, sosa. Si la ciudadanía en el día a día
de las personas no termina por ser un “derecho a tener derechos” con plenitud,
es ingenuo creer que existe una ciudadanía virtual por el sólo hecho de que
existen ágoras, oradores y públicos reales/virtuales a “la carta”.
El potencial de
un mensaje en la red es insospechado. Quizá haya que comenzar a conducirse con
mesura y aprender que nada es inocente en aquello que se dice que, al mismo
tiempo, no tiene que ser necesariamente tóxico. Las palabras hacen cosas. Pero también
las deshacen. Un neoconservadurismo asoma en esa supuesta libertad de decirlo
todo. Nuevas formas de control se activan en estas dinámicas de aparente
espontaneidad o disfrazadas de autoridad: la posverdad y las fake news son los caballos de Troya de
las odiseas de estos tiempos. Ni novedosos ni invencibles.
La cicuta de aquel
adagio: el que no está conmigo, está contra mí, se mantiene activa. Hay que
evitar beberla, aunque sea mucha la sed.