viernes, 12 de enero de 2018

¿QUIÉN PUEDE HABLAR?

Por las implicaciones que tiene, hay una acción más importante que la de No-pensar: decir lo que se piensa sin reflexionar sólo porque existe la posibilidad de hacerlo saber. En los tiempos que corren, el acceso a Internet y el uso masivo de las redes sociales han convertido amplias zonas del ciberespacio en los “nuevos” pasillos del chismorreo, las murmuraciones y el antaño común “corre, ve y dile”. Pero a diferencia de aquella rumorología que afectaba de manera puntual, la verborrea digital se torna viral y magnifica el ruido.
De suerte, que la opinión de cualquiera volcada en el momento (in)oportuno, puede prender una chispa y provocar un incendio de altas dimensiones. Así, señalar a alguien de esto o aquello, deviene certeza; la versión de un evento puede ser sólo eso: un relato sobre cientos de versiones más que maximizan el primer suceso, lo alteran, lo transforman y deviene otro. Otros. El murmullo adquiere el estatus de juicio de valor. Y la valoración se ha convertido en ley, sentencia, palabra divina cuando no en anatema.
De modo que no sorprende que en toda esta promiscuidad de opiniones lo que menos prime sea el sentido común, el respeto o la justicia. Menos aún, el derecho a disentir. El silencio (el derecho a quedarse callado o a no opinar) se ha anulado. Puesto que quien no se suma al hilo del vocerío electrónico se torna sospechoso de estar, justamente, del lado contrario de aquello que arde en las redes sociales. El sentido práctico ha sido devorado por el sinsentido voraz de destruirlo todo.
La antigua voz del profeta llamada a derribar para construir, se alza en los desiertos del espacio virtual, destructora, desafiante y tonta, pero convencida de ser la única, la elegida, la ungida para destruir ahí donde hace eco la palabra tóxica. Los eriales de la sinrazón producen los antiguos monstruos que otrora hizo germinar la Ilustración.
Si fue escrito o expresado en la red, entonces existe y lo referido es verdad incuestionable. La vuelta a los esencialismos y los fanatismos de diversa índole, el resurgimiento y poblamiento del espacio virtual y el real de turbas excitadas de rabia, desprecio y resentimientos varios arrasándolo casi todo, así como la tozudez de bastantes, son algunos de los frutos de un narcisismo que no tiene llenadera y de un solipsismo que asusta cuanto más ignaro y brutal es.
El derecho a expresarse con libertad ha mermado otro derecho: el de disentir. Y ha convertido el ágora en ring; al orador en azuzador de hordas; al tonto en coach. De manera que la antigua decencia desluce y no es convidada al banquete del “tengo derecho a decir lo que pienso”. Por supuesto que en tal afirmación no cabe la consideración del otro, menos aún el reconocimiento del otro, porque el otro no existe sino como objeto de la injuria, la burla, el chisme, el desprecio. O se está de un lado o del otro, aunque entre una orilla y la de enfrente no exista mucha diferencia. El punto medio, como el silencio, está proscrito.
¿Alguien pinchará el botón de alerta para advertirnos de que esta supuesta libertad de expresión en realidad nos torna más esclavos, no de quienes controlan la red (que ya es un hecho), sino de nuestras inmundicias, ignorancias, reacciones y apreciaciones más inmediatas y elementales? ¿Quién puede hablar con sensatez? ¿Alguien escucha, entiende, comprende y reacciona?
La masa extasiada se arroga el triunfo de exhibir a unos y a otros sobre este o aquel proceder inadecuado, inmoral, abusivo, pero no repara en una cuestión nuclear: anunciar en redes sociales no significa lo mismo que denunciar, puesto que lo segundo sólo puede realizarse ante instancias correspondientes (¿o no?). No obstante, el nuevo Ministerio Público es la Red. Yo acuso que… escrito, tageado, publicado, visto y compartido: Quod enim scriptum est!
La noción de justicia y reparación de daños empieza y culmina en la satisfacción de la viralización de aquello de(a)nunciado: a más reproducciones, compartidos, “vistos” y likeados, mayor sensación de deber cumplido. Si bien hablar es una manera de liberarse, no basta la palabra enunciada y escuchada para devenir justicia.
Lo dicho: decir en redes sociales no es denunciar. Menos aún lo es escribir y compartir lo escrito de manera ligera, irreflexiva, sosa. Si la ciudadanía en el día a día de las personas no termina por ser un “derecho a tener derechos” con plenitud, es ingenuo creer que existe una ciudadanía virtual por el sólo hecho de que existen ágoras, oradores y públicos reales/virtuales a “la carta”.

El potencial de un mensaje en la red es insospechado. Quizá haya que comenzar a conducirse con mesura y aprender que nada es inocente en aquello que se dice que, al mismo tiempo, no tiene que ser necesariamente tóxico. Las palabras hacen cosas. Pero también las deshacen. Un neoconservadurismo asoma en esa supuesta libertad de decirlo todo. Nuevas formas de control se activan en estas dinámicas de aparente espontaneidad o disfrazadas de autoridad: la posverdad y las fake news son los caballos de Troya de las odiseas de estos tiempos. Ni novedosos ni invencibles. 
La cicuta de aquel adagio: el que no está conmigo, está contra mí, se mantiene activa. Hay que evitar beberla, aunque sea mucha la sed.