Y aquí estoy recordando mis sueños de grandeza desde mi posición minorizada. No tengo dinero pese a trabajar un chingo. Siento ansiedad, porque los gastos me rebasan y superan por mucho mis ingresos. Y el único lujo que me concedo es el taxi para llegar al trabajo. Quizá uno o dos más. No, ningún otro.
Hay opciones para tirar
de cash que aliviaría el estrés. Pero
resistiré porque también siento vergüenza de tomar el dinero así porque sí,
aunque sea para fines específicos, con causa (noble), pues.
Estoy ansioso. Frustrado.
Desesperado. No logro llorar ni aunque me lo proponga. Sé qué es lo que también
me duele. Tiene nombre propio. Tan breve como inversamente proporcional honda
es la herida. La huella fósil.
Mis interlocutores no
están o no existen; no los hallo en los nuevos canales comunicativos de la
normalidad pospandémica. El cubrebocas existencial silencia todas mis
posibilidades de hablar (de haber, me dictó el subconsciente y teclearon mis
dedos en el teclado).
Leer es una suerte de
ventana que abierta de par en par me permite tirar para fuera de mí y
distraerme. Y traerme de vuelta desde esos “más allá” ignotos y, no obstante,
conocidos.
Esta vez no hay pulsión
de muerte empujando para saltar al abismo. Quizá por eso tengo tanta ansiedad;
síndrome de la Maldita Primavera: creer que volverá a mí, aunque sea yo mismo
el que regrese para abrazarme con fuerzas. Algún día.
Estoy cansado de pensar;
agotado de sentir “de más”; exhausto por exceso de solicitismo, hastiado de jugar al héroe. Quién cuida al cuidador es
una añeja pregunta del feminismo francés. Savoir
Être Aidant al descuidado es una demanda im/propia.
Y aquí estoy anochecido
habitando un espacio privilegiado que me regala tiempo para la queja por
escrito y con copia; con posibilidad de subirla a un blog y desperdigar el
lamento. Porque puedo sufrir a solas, pero siempre viene bien un poco de rating. Una reacción ajena. Una piedad encorazonada.
Todo pasa, se sabe. A ese
clavo mal colgado en las paredes de mi existencia me aferro. Hay florecillas
sonrientes en el jardín. Por supuesto que quiero sentirlas cerca de mí.
Amanecer bien vale una
noche de agobios, sobre todo si la sirvo con dos hielos en un vaso con whisky.