jueves, 7 de mayo de 2020

LA "NUEVA" A-NORMALIDAD


¿Qué hay en la normalidad que gusta tanto a la gente? Dicho de otro modo, ¿Por qué existen legiones que no quieren que ésta regrese a sus vidas?

La repetición constante sobre las acciones a emprender (y los gestos y actos a evitar) tras el ¿fin? del confinamiento se ha convertido en una obsesiva nombradía de la vuelta a la “nueva” normalidad.

¿Cómo se puede volver a lo que es “nuevo”? Ya eso me devana los sesos. Pero la razón de mi angustia es esa manía por la vuelta a la normalidad (lo que se entienda por ésta) como si aquella hubiese sido casi el paraíso que el confinamiento nos ha arrebatado de un día para otro; como si la vida con limitaciones (nada nuevo, excepto que ahora son evidentes y ensalzadas, incluso; penadas, como siempre) fuera casi un averno (lo que entendamos por uno y por otro).

En mi particular visión de mundo, más cercana al habitus medieval-monacal que al de la posmodernidad acelerada (válgase la redundancia si es posible) lo que menos deseo es una vuelta a la normalidad, entre otras, porque fue esa dinámica de muchas dinámicas (la mayoría de ellas vorágines de híper estimulación, agujeros negros de la autoconciencia, orgías continuas de consumismo real y virtual; inmensos campos de precariedad y vulnerabilidad creciente por la sinergia mercado-explotación de la vulnerabilidad planetaria) la que nos ha llevado al búnker de la incertidumbre (aplica restricciones).

Pero no porque la normalidad nos regalara certezas, sino porque la costumbre se había hecho cuerpo y habitaba con nosotros; la rutina con sus inercias agota, pero da sensación de felicidad (a veces). El encierro ha desvelado (revelado y rebelado) la condición de insignificancia (real y metafórica) que habíamos olvidado por vivir aprisa, lo normal dirían tantos.

De manera que no deseo una vuelta a la normalidad: ni nueva ni la de antes, sino mantener mi normalidad si es posible llamar así la vida al ritmo de mi dinámica que se enzarza con otras que responden también a pulsaciones propias y no a una gran máquina que nos acelera sin reparar en los distintos tiempos que habitan el tiempo.

La obsesión por la normalidad (de antes, como si ésta ya se hubiese extinguido para todos) enseña, además, la importancia de los discursos tanto como la de las prácticas para la existencia humana: a fuerza de escuchar repetidamente verdades sociales dichas desde el poder y precisamente porque existe el poder, la gente sea ha convencido de que lo normal es el estado idóneo para vivir la vida.

La homogenización de los deseos (más que de las necesidades) como falsa idea de reconocimiento de las diferencias y satisfechos a través de la explotación (muchas veces consentida) es la normalidad añorada. La rutina como burbuja que aislaba del compromiso de mirar (y en consecuencia, corresponsabilizarse con) las otras burbujas. La normalidad como única experiencia vital.

El encierro ha revelado de súbito el egoísmo de todos y lo han intensificado; el “sálvese quien pueda” enmascarado en el cursi “si te salvas tú, me salvo yo” (o a lo mejor ni es cursi y así he querido verlo yo desde mi ingenuidad) es otra forma de egoísmo racional (llamémoslo así) operativo en pro de la propia supervivencia, ergo, la de la especie.

Pero también quedó al descubierto (¿novedad?) la interdependencia, no sólo la de las economías y el mercado, sino la de la satisfacción de las necesidades elementales para vivir en armonía (es un decir), en normalidad (que dice la mayoría). Una lección aprendida debería ser que bajo ninguna circunstancia habría que recortar los presupuestos (antes bien incrementarlos en cuento sea posible) destinados a la salud y educación de calidad públicas ni al campo. Nunca.

Porque lo invertido en seguridad (alimentar la inseguridad si fuésemos honestos) no ha servido para impedir la invasión de un virus a los estados nacionales…

La normalidad y ahora, la “nueva” normalidad es más de lo mismo, es un discurso simplista, de exclusión y de negación de lo distinto ahora (más) evidentes: otras maneras de convivir, subsistir, habitar el mundo (sin etiquetas sería lo idóneo), de abandonarlo; otros tiempos, otros ritmos, otras pulsaciones en las que los seres vivientes se realizan a sus modos sin que ello implique renunciar a la conciencia y acción de corresponsabilidades colectivas.

Quizás ahora cobra (mayor) sentido que vivir es una responsabilidad consciente y compartida (aplica más restricciones).

Pero se añora, se desea la rutina con todas sus manías porque trae consigo la sensación de certeza que la anormalidad arrebata supuestamente; la de descubrimientos que han aflorado para millones con este tiempo ajeno a los registros de los relojes.

El estado de excepción (normal) nos ha dejado claro (al menos a quien esto escribe) varias situaciones. Precisamente ha sido la ruptura de la normalidad la que me ha dejado la mayor certeza y no es poca cosa: se puede estar y dejar de estar en el mundo en un instante sin que los demás se den cuenta. Existencia pura.

La anormalidad hace constar que lo único anómalo ha sido (casi) siempre lo normal. A mí me basta.