¿Qué hay en la
normalidad que gusta tanto a la gente? Dicho de otro modo, ¿Por qué existen legiones
que no quieren que ésta regrese a sus vidas?
La repetición constante
sobre las acciones a emprender (y los gestos y actos a evitar) tras el ¿fin? del
confinamiento se ha convertido en una obsesiva nombradía de la vuelta a la “nueva”
normalidad.
¿Cómo se puede
volver a lo que es “nuevo”? Ya eso me devana los sesos. Pero la razón de mi
angustia es esa manía por la vuelta a la normalidad (lo que se entienda por
ésta) como si aquella hubiese sido casi el paraíso que el confinamiento nos ha
arrebatado de un día para otro; como si la vida con limitaciones (nada nuevo,
excepto que ahora son evidentes y ensalzadas, incluso; penadas, como siempre)
fuera casi un averno (lo que entendamos por uno y por otro).
En mi particular
visión de mundo, más cercana al habitus
medieval-monacal que al de la posmodernidad acelerada
(válgase la redundancia si es posible) lo que menos deseo es una vuelta a la
normalidad, entre otras, porque fue esa dinámica de muchas dinámicas (la
mayoría de ellas vorágines de híper estimulación, agujeros negros de la autoconciencia,
orgías continuas de consumismo real y virtual; inmensos campos de precariedad y
vulnerabilidad creciente por la sinergia mercado-explotación de la
vulnerabilidad planetaria) la que nos ha llevado al búnker de la incertidumbre
(aplica restricciones).
Pero no porque
la normalidad nos regalara certezas, sino porque la costumbre se había hecho cuerpo
y habitaba con nosotros; la rutina con sus inercias agota, pero da sensación de
felicidad (a veces). El encierro ha desvelado (revelado y rebelado) la
condición de insignificancia (real y metafórica) que habíamos olvidado por
vivir aprisa, lo normal dirían tantos.
De manera que no
deseo una vuelta a la normalidad: ni nueva ni la de antes, sino mantener mi
normalidad si es posible llamar así la vida al ritmo de mi dinámica que se enzarza
con otras que responden también a pulsaciones propias y no a una gran máquina que nos acelera sin reparar en los distintos tiempos que habitan el tiempo.
La obsesión por
la normalidad (de antes, como si ésta ya se hubiese extinguido para todos)
enseña, además, la importancia de los discursos tanto como la de las prácticas para la existencia humana:
a fuerza de escuchar repetidamente verdades sociales dichas desde el poder y
precisamente porque existe el poder, la gente sea ha convencido de que lo
normal es el estado idóneo para vivir la vida.
La homogenización
de los deseos (más que de las necesidades) como falsa idea de reconocimiento de
las diferencias y satisfechos a través de la explotación (muchas veces
consentida) es la normalidad añorada. La rutina como burbuja que aislaba del
compromiso de mirar (y en consecuencia, corresponsabilizarse con) las otras burbujas. La normalidad como única experiencia vital.
El encierro ha
revelado de súbito el egoísmo de todos y lo han intensificado; el “sálvese
quien pueda” enmascarado en el cursi “si te salvas tú, me salvo yo” (o a lo
mejor ni es cursi y así he querido verlo yo desde mi ingenuidad) es otra forma
de egoísmo racional (llamémoslo así) operativo en pro de la propia supervivencia,
ergo, la de la especie.
Pero también
quedó al descubierto (¿novedad?) la interdependencia, no sólo la de las economías y el
mercado, sino la de la satisfacción de las necesidades elementales para vivir
en armonía (es un decir), en normalidad (que dice la mayoría). Una lección
aprendida debería ser que bajo ninguna circunstancia habría que recortar los
presupuestos (antes bien incrementarlos en cuento sea posible) destinados a la
salud y educación de calidad públicas ni al campo. Nunca.
Porque lo
invertido en seguridad (alimentar la inseguridad si fuésemos honestos) no ha servido para
impedir la invasión de un virus a los estados nacionales…
La normalidad y
ahora, la “nueva” normalidad es más de lo mismo, es un discurso simplista, de
exclusión y de negación de lo distinto ahora (más) evidentes: otras maneras de
convivir, subsistir, habitar el mundo (sin etiquetas sería lo idóneo), de abandonarlo; otros tiempos, otros ritmos, otras pulsaciones en las que los
seres vivientes se realizan a sus modos sin que ello implique renunciar a la
conciencia y acción de corresponsabilidades colectivas.
Quizás ahora
cobra (mayor) sentido que vivir es una responsabilidad consciente y compartida (aplica
más restricciones).
Pero se añora,
se desea la rutina con todas sus manías porque trae consigo la sensación de
certeza que la anormalidad arrebata supuestamente; la de descubrimientos que
han aflorado para millones con este tiempo ajeno a los registros de los relojes.
El estado de
excepción (normal) nos ha dejado claro (al menos a quien esto escribe) varias
situaciones. Precisamente ha sido la ruptura de la normalidad la que me ha
dejado la mayor certeza y no es poca cosa: se puede estar y dejar de estar en
el mundo en un instante sin que los demás se den cuenta. Existencia pura.
La anormalidad
hace constar que lo único anómalo ha sido (casi) siempre lo normal. A mí me
basta.