martes, 27 de noviembre de 2018

MIRA QUE TE LO TENGO DICHO

Todo líder revolucionario termina por traicionar su Revolución (y a los revolucionarios, por supuesto). En el ventarrón de la gesta, las arengas hipnotizan, las promesas alimentan la esperanza, los reclamos de cambio alumbran celos y simpatías a granel en torno al héroe. El militante, en consecuencia, se inmola por la causa del prócer que devendrá caudillo.

Ahora el guía es revestido sólo de atributos: estratega, justo, solidario, hombre de palabra, humilde más los que se sumen a medida de que su fama entre los suyos y seguidores se acreciente.

Si la revolución parece triunfar, entonces la victoria será de y para todos, aunque los beneficios de la conquista los reciba el caudillo en ciernes. Entre las vivas y los aplausos, la embriaguez del triunfo y la humareda de una revancha cae la primera víctima: la ciudadanía, en adelante, será el pueblo la expresión fetichizada de aquella turba que aupó a la gloria al libertador.

Tan desafortunado es un país de gente ajena a los intereses colectivos, como tendencioso resulta una comunidad enceguecida por el aura de su "buen" pastor. Sin el contrapeso de una ciudadanía crítica, el proceder del revolucionario será leído y reclamado ser significado como bondad infinita que cubre y alcanza a todos, aún a los enemigos (del pueblo, el caudillo, la nación).

Puesto que la construcción del líder se espeja en la producción de enemigos fantasmas; a más disidentes qué atacar, mayor la sombra consolidada del caudillo y en consecuencia, mayor control sobre el pueblo, ahí radica el peligro de confundir líder con mesías. Dicen que en lo poco se puede aventurar lo mucho del proceder de una persona; no querría corroborar la desgracia mayor que se avecina. Mira que te lo tengo dicho, ¿a que no?

viernes, 23 de noviembre de 2018

NO EN MI PVTO NOMBRE


Trabajar y ser remunerado por determinado desempeño se ha convertido en una posición privilegiada que ha dado la vuelta a aquella consigna lejana, añeja y agregaría, nostálgica, de que "trabajar es tan feo que por eso pagan". Estamos a un tris de pagar por hacerlo (aunque quizá, esto ya ocurre, de muchas maneras).
La antigua sentencia de estudiar para ser alguien, conseguirse un buen empleo (entiéndase, bien pagado, con prestaciones, que permitiera cubrir las necesidades básicas e incluso conformar una familia, adquirir una casa y otras minucias (auto, mascota, vacaciones)), asegurarse una jubilación y una santa muerte, hace muchos años que caducó.
El mercado laboral es otro: las nuevas reglas, de las a su vez, nuevas dinámicas laborales, han atomizado la dignidad de quien trabaja, el salario, las posibilidades de trascenderse más allá de asegurarse la supervivencia y hasta la energía para protestar o intentar cambiar las cosas. El respaldo del sindicato -cuando existe- es papel mojado.
Ahora, el trabajo (y su remuneración) es cuestión de (buena) suerte, contactos convenientes, saber emprender-se, poseer habilidades para la autorrealización laboral y la satisfacción personal, amén de algunas pocas opciones justas que aún siguen las reglas del juego limpio. Todo lo demás es abocar al sujeto a la indigencia. A alguna forma de miseria como condición vital.
He pasado de “jornalero con posgrado” a indigente con cédula: ora mendigo aquí, ora allá, siempre bajo el encuadre de reglas tan cambiantes como flexibles (no para mí, of course) aunque se precien de incorruptas; estrellándome contra las letras chiquitas de las ofertas laborales, aceptando contratos "de hambre", renunciando a prestaciones y aceptando rebajas en mis exiguos derechos de trabajador para continuar en la dinámica de supervivencia que permite expresar, a manera de resistencia: "tengo un trabajo" que no "tengo un buen sueldo"; porque en ese regateo laboral, uno encuentra un sentido al sinsentido de vivir en estas realidades inhumanas y lesivas que hieren con mayor profundidad a unos que a otros.
Una formación (superior o técnica) o unos documentos (que certifican saberes), pueden, a veces, dotar de la misma condición de (minus)valía a quien carece de éstos: la precariedad laboral democratiza las inhumanas condiciones del sujeto. No obstante, he aquí el privilegio: la indigencia laboral también sus estratos; algunos estamos mal, otros; peor. Unos más jodidos, otras francamente anulados o próximos a serlo. En estos casos, respirar es una necedad (¿o debo decir, respirar es una necesidad?) y continuar, más que un heroísmo es una locura: la cálida ceguera del bicho que arde en la luz hipnotizante.
A uno le gusta lo que hace, lo que consigue con su esfuerzo (físico o intelectual), lo que aprende, lo que resulta de servir al otro. Y ese plus compensa (es un decir) todos los agravios de un trabajo o desempeño que no se reconoce, no se valora ni se liquida como debería serlo. Entonces, uno se contenta con los resultados colaterales del quehacer cotidiano. Porque es verdad que ninguna certeza laboral consigue u otorga las satisfacciones que una vocación de servicio alcanza en quien obedece.
Pero a veces, a uno le dan ganas de emprender… el camino sin retorno; embarcarse hacia cualquier parte a condición de no tener ticket de regreso; lanzarse al abismo (tan hondo como atractivo) y extraviarse en el silente fondo de esa garganta. Sin embargo, no es sencillo decidirse a dar ese último paso y triunfar sobre la propia condición indigna según lo revela una mente tan lúcida y preclara que se resiste a mantener erguida una ilusión.
Las reglas del juego no cambiarán hacia mejor; el juego quizá concluya o derive hacia dinámicas aún más voraces, inhumanas, cruentas. No quiero continuar (así). Prefiero auparme en la siguiente estación y echarme a andar… porque, finalmente, lo que deseaba vivir lo he conseguido; continuar a cualquier precio, nunca más: no al menos en mi puto nombre.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

MEXICA POSÓN


Una de las grandes tradiciones mexicas que involucran la participación de bastantes, que une a pesar de los contrastes de clase o de educación, que aproxima las diferencias y que pocas veces suele mencionarse (salvo contadas ocasiones y como un lamento que se despacha pronto) es la hipocresía con que se gestan, desarrollan, mantienen y fomentan las relaciones humanas entre unas y otros en este paisito de mierda.
¡Que tiembla! Salen todas y todos con sus cámaras, su bienintencionismo y herramientas y enseres para apoyar. ¡Que los visita el papa o algún santón! Se lanzan a las calles rebosantes de fe y un pietismo tan absurdo como posón. ¡Que gana el equipo tal o el político fulano o la reina zutana! Y se vuelca el entusiasmo nacionalista en redes sociales, las calles (sobre todo en esa rupestre manía de cerrar los centros históricos para que nos enteremos de su felicidad) y por doquier donde usted dé pauta a escuchar su alegría tan fingida como fugaz.
Ese mantra cada vez más desgastado de pueblo amigo, pueblo hermano, pueblo solidario está dando de sí: ha llegado la hora de aceptar que si algo prima en la condición humana mexica es precisamente su condición de inhumanidad, de hipocresía, la proclividad a la mentira (piadosa, dicen a modo de disculpa algunos memos), la trampa, la zancadilla, el insulto fácil, lo culero.
Ahí están las hordas despotricando contra los inmigrantes centroamericanos que sorprende a algunos, ofende a otros, le es indiferente a bastantes o es motivo de burla y mofa fácil; aunque desde siempre lo han hecho contra los migrantes mexicanos y contra la población indígena y contra todo aquél o aquella que tenga la desventura de estar en una posición de subalternidad frente a un mexicano católico o cristiano que salen a razón de lo mismo, algún patriotero, académico sabio, humanista de relumbrón, portavoz del sentir nacional y lo que quepa.
Al mexica le gusta la pose, a-parecer: mostrar una cara y tener ocultas, al asecho, muchas más. Y esa lectura que supone una alta capacidad de comprensión de los registros cuando se pasa de una faz a otra, la aprendemos muy pronto, ora en casa, ora en la escuela y la desarrollamos de manera exitosa en el espacio público, en el ámbito laboral, profesional, cultural, interpersonal y más: cuente usted los besitos que recibe cuando saluda o le dicen adiós, los diostebendiga que le arrojan, los hermano/amigo/bro/carnal/güey mientras lo estrechan sin apenas juntar los cuerpos, etcétera.
La gente, convencida de que es tan falsa como el que más, no se esfuerza en ser-hacer distinta. ¿Para qué? Si todo mundo hace lo mismo. Como si todos en verdad soñásemos con alcanzar esa ridícula etiqueta aspiracionista de #Lady y #Lord, que no tan en el fondo, expresan no un repudio mediático a quienes son sorprendidos en determinada reprochable acción, sino una suerte de envidia por no haber estado en la situación de aquél o aquella y gozar ahora de la fama y el aplauso simplón de la horda disminuida.
Quien actúa diferente es acusado de malinchista, cobarde, poco (agregue acá el término de su preferencia), mal mexicano y una sarta de frases con las que se pretende insultar y descalificar a quien no participa de esa orgía hipócrita de amiguearse 24/7, güeyearse full time, okeybyearse todo el tiempo, consumir ropa de marcas piratas o clonada para realizarse mexica y mucho más.
La diversidad y la diferencia en un país tan vasto con culturas tan singulares, en tiempos de transformación, corre el riesgo de reducirse a una consulta sobre qué hacemos con esto: ¿elige usted homogenizar al pueblo (palabra peligrosa cuando desplaza el concepto ciudadanía) o escoge usted seguir siendo pueblo bendito de dios y amparado por la virgencita, plis?, esto es, hipócrita, dos caras, mala leche, culero a rabiar, bienpensante, malcogiente, violador, abusador, transa, corrupto, flojo, sucio, maleducado, cenutrio, risa simplona, lamebotas, resentido, intelectual de papelito… mexica, pues.
La gente tiene un pedo que son muchos pedos y debe resolverlos. Pero no será mediante un milagro ni como efecto del resultado de una consulta ni eludiendo su propia responsabilidad en la conformación de la propia historia y la/s Historia/s común/es. Requiere una operación sencilla: sentido común.
La educación trae consigo una serie de aspectos que suponen un aprender a leer de manera integral  los discursos de la cultura, producirlos desde otras aristas ajenas al resentimiento y revanchismo constante; esa herida que no sutura y la que parece recibir alivio cuando contemplamos (de reojo, por supuesto), la herida ajena que con alevosía hemos reabierto. Se necesita sentido común para saber comportarse de acuerdo con códigos implícitos de la convivencia humana asertiva, sana, armoniosa; para despojarse de manías, tradiciones, tabúes y un sartal de creencias que cuando no contribuyen a la vida cívica ni a la realización y satisfacción personales deben desecharse.
Quien pide paciencia desde el púlpito no ha esperado nunca nada porque casi todo lo ha obtenido al instante; quien exige sacrificio muy probablemente no se desgasta ni para pronunciar la petición que reclama; quien pide que perdonemos, olvidemos, nos dejemos de demandas de reparación y justicia, probablemente nunca ha sufrido un atropello o padecido una insatisfacción que no se le resolviese a su favor sin hacer fila.
Este paisito debería empezar por reconocer que creerse superior, gentil, generoso, amable, hermano, sólo le ha servido para ocultar su maldad, su complejo de culpa, su obsesión por -no ser para ser otro y su irresponsabilidad para enfrentar su devenir.
Mire usted a cualquier parte, si lo que observa le dota de esperanza, no deje de mirarlo y disfrute; de lo contrario, corra a ponerse a resguardo y olvide lo que ha leído en este post. Saber camuflarse implica sobrevivir en tierra de banda mala.
Como yo, que soy tan mal mexica que a veces, sólo a veces, me tomo la molestia de pensar (y hacer aquello) con lo que podríamos devenir ciudadanos y con un poco de esfuerzo y constancia, incluso, hasta más humanos…. Incluso aventuro: libres y felices.


sábado, 17 de noviembre de 2018

AMAR EN LIBERTAD


"Es que llegaste tú, ángel errante..."

Amar en libertad sería un pleonasmo si no fuera porque aún es común que sea se asocie el primero (amor) con pertenencia y el segundo (libertad) con ajenidad, ergo, como un no-amor si aconteciese sin amarras. Es redundante, porque aún en estos tiempos (o precisamente porque se trata de estos tiempos), las relaciones afectivas suelen ser significadas como un encadenamiento que obliga a renunciar a la volición en aras de la complacencia casi absoluta (a eso se aspira) del otro (encadenante), lo que conlleva a asumirse, a veces sin darse cuenta, despojo, fragmento, sujeto desincorporado de sí, vivir a medias, emocionarse “a fuerza”, violentarse, renuncia de sí, devoración de silencios y hacer acopio de olvidos: des-vivirse.
Amar en libertad, sin embargo, no supone tampoco una vivencia afectiva irresponsable: nada supone más un ejercicio de responsabilidad (consigo y con el otro) que amar desde la convicción de que se ama a quien se ha conocido libremente y que se prefiere seguir amando en su condición de sujeto libre. Lo anterior obliga a repensar qué se entiende por la propia libertad, por la libertad del otro, por la libertad de ambos.
No hay amor sin confianza (que no “fe ciega”, dice el vulgo, pleonasmo de la ignorancia: cómo se puede amar a quien no se ve) que contribuya a afianzar la red de afectos que han propiciado la emergencia del amor y que mantendrán su existencia con el oportuno cuidado mutuo que los implicados hagan de ese entramado emocional que es también de pensamientos y acciones.
Al tratarse de una experiencia integral (quienes creen que sólo es emocional o meramente racional se engañan), es preciso desplegar delante de sí y del otro, los alcances y las limitaciones de aquello que se siente, sí; pero también se piensa, se resiente, se intuye, se teme, se vive con incertidumbre, se rechaza o se resiste, se re-incorpora.
Amar en libertad trae aparejado el compromiso de la transparencia (que no la confesión como hacen los ingenuos que, a manera de espías o feligrés, dan cuenta de cada detalle de sí hasta vaciarse todo y quedarse yermos, sin un secreto, sin un sueño, sin un antojo) que envuelve a los dos sin mezclarlos ni desdibujar los perímetros de cada implicado. Antes bien, esa transparencia permite mirarse mutuamente sin experimentar vergüenza, ajenos a cualquier reproche, sin tartamudear ni necesidad de esquivar la mirada o mentir.
Es esta vivencia del amor y de los afectos la que pocos han conocido, y no porque se trate de una fórmula secreta o un ascetismo o un don o una virtud, sino porque requiere una renovación de sí mediante el borramiento de las historias colectivas de amores pasionales, teñidos de celos, reclamos, secretos agobiantes, patologías, historias turbias, desamores sangrantes, ensueños contaminados y otras dinámicas fijadas en los cuerpos, ancladas en la psique, memorizadas en los discursos y reproducidas en los lenguajes varios que van conformando la historia de los sujetos.
Amar en libertad, entonces, empieza por des-obedecer. No responder más a los reclamos añejos de lo que se ha constituido (a veces, medianamente entendido) como vivencia del amor (romántico, cortés, pasional) y sí, ir en pos (obedecer) de aquello que se intuye es posible vivir de otra manera. Puesto que es posible amar y ser amado de otra manera.
Si aceptar el amor requiere valentía, vivirlo desde la libertad precisa inteligencia; ya las emociones que trae consigo el enamoramiento ayudarán a enfrentar los obstáculos que encara toda experiencia amorosa entre los sujetos (la distancia, las rutinas, los desencuentros, las diferencias, las manías). Amar en libertad no requiere, a diferencia del amor romántico, de heroicidad sino de humanidad: asumir que el otro es libre (como quien ama) y en esa libertad vivir(se) el acontecimiento del amor.