"Es que llegaste tú, ángel errante..."
Amar en libertad
sería un pleonasmo si no fuera porque aún es común que sea se asocie el primero
(amor) con pertenencia y el segundo (libertad) con ajenidad, ergo, como un no-amor si aconteciese sin
amarras. Es redundante, porque aún en estos tiempos (o precisamente porque se
trata de estos tiempos), las relaciones afectivas suelen ser significadas como
un encadenamiento que obliga a renunciar a la volición en aras de la
complacencia casi absoluta (a eso se aspira) del otro (encadenante), lo que
conlleva a asumirse, a veces sin darse cuenta, despojo, fragmento, sujeto desincorporado de sí, vivir a
medias, emocionarse “a fuerza”, violentarse, renuncia de sí, devoración de
silencios y hacer acopio de olvidos: des-vivirse.
Amar en
libertad, sin embargo, no supone tampoco una vivencia afectiva irresponsable:
nada supone más un ejercicio de responsabilidad (consigo y con el otro) que amar
desde la convicción de que se ama a quien se ha conocido libremente y que se
prefiere seguir amando en su condición de sujeto libre. Lo anterior obliga a
repensar qué se entiende por la propia libertad, por la libertad del otro, por
la libertad de ambos.
No hay amor sin
confianza (que no “fe ciega”, dice el vulgo, pleonasmo de la ignorancia: cómo
se puede amar a quien no se ve) que contribuya a afianzar la red de afectos que
han propiciado la emergencia del amor y que mantendrán su existencia con el
oportuno cuidado mutuo que los implicados hagan de ese entramado emocional que
es también de pensamientos y acciones.
Al tratarse de
una experiencia integral (quienes creen que sólo es emocional o meramente racional se engañan),
es preciso desplegar delante de sí y del otro, los alcances y las limitaciones
de aquello que se siente, sí; pero también se piensa, se resiente, se intuye,
se teme, se vive con incertidumbre, se rechaza o se resiste, se re-incorpora.
Amar en libertad
trae aparejado el compromiso de la transparencia (que no la confesión como hacen
los ingenuos que, a manera de espías o feligrés, dan cuenta de cada detalle de
sí hasta vaciarse todo y quedarse yermos, sin un secreto, sin un sueño, sin un
antojo) que envuelve a los dos sin mezclarlos ni desdibujar los perímetros de
cada implicado. Antes bien, esa transparencia permite mirarse mutuamente sin experimentar
vergüenza, ajenos a cualquier reproche, sin tartamudear ni necesidad de
esquivar la mirada o mentir.
Es esta vivencia
del amor y de los afectos la que pocos han conocido, y no porque se trate de
una fórmula secreta o un ascetismo o un don o una virtud, sino porque requiere una
renovación de sí mediante el borramiento de las historias colectivas de amores
pasionales, teñidos de celos, reclamos, secretos agobiantes, patologías,
historias turbias, desamores sangrantes, ensueños contaminados y otras dinámicas
fijadas en los cuerpos, ancladas en la psique, memorizadas en los discursos y
reproducidas en los lenguajes varios que van conformando la historia de los sujetos.
Amar en libertad,
entonces, empieza por des-obedecer. No responder más a los reclamos añejos de
lo que se ha constituido (a veces, medianamente entendido) como vivencia del
amor (romántico, cortés, pasional) y sí, ir en pos (obedecer) de aquello que se
intuye es posible vivir de otra manera. Puesto que es posible amar y ser amado de
otra manera.
Si aceptar el
amor requiere valentía, vivirlo desde la libertad precisa inteligencia; ya las
emociones que trae consigo el enamoramiento ayudarán a enfrentar los obstáculos
que encara toda experiencia amorosa entre los sujetos (la distancia, las
rutinas, los desencuentros, las diferencias, las manías). Amar en libertad no
requiere, a diferencia del amor romántico, de heroicidad sino de humanidad:
asumir que el otro es libre (como quien ama) y en esa libertad vivir(se) el
acontecimiento del amor.
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