viernes, 23 de noviembre de 2018

NO EN MI PVTO NOMBRE


Trabajar y ser remunerado por determinado desempeño se ha convertido en una posición privilegiada que ha dado la vuelta a aquella consigna lejana, añeja y agregaría, nostálgica, de que "trabajar es tan feo que por eso pagan". Estamos a un tris de pagar por hacerlo (aunque quizá, esto ya ocurre, de muchas maneras).
La antigua sentencia de estudiar para ser alguien, conseguirse un buen empleo (entiéndase, bien pagado, con prestaciones, que permitiera cubrir las necesidades básicas e incluso conformar una familia, adquirir una casa y otras minucias (auto, mascota, vacaciones)), asegurarse una jubilación y una santa muerte, hace muchos años que caducó.
El mercado laboral es otro: las nuevas reglas, de las a su vez, nuevas dinámicas laborales, han atomizado la dignidad de quien trabaja, el salario, las posibilidades de trascenderse más allá de asegurarse la supervivencia y hasta la energía para protestar o intentar cambiar las cosas. El respaldo del sindicato -cuando existe- es papel mojado.
Ahora, el trabajo (y su remuneración) es cuestión de (buena) suerte, contactos convenientes, saber emprender-se, poseer habilidades para la autorrealización laboral y la satisfacción personal, amén de algunas pocas opciones justas que aún siguen las reglas del juego limpio. Todo lo demás es abocar al sujeto a la indigencia. A alguna forma de miseria como condición vital.
He pasado de “jornalero con posgrado” a indigente con cédula: ora mendigo aquí, ora allá, siempre bajo el encuadre de reglas tan cambiantes como flexibles (no para mí, of course) aunque se precien de incorruptas; estrellándome contra las letras chiquitas de las ofertas laborales, aceptando contratos "de hambre", renunciando a prestaciones y aceptando rebajas en mis exiguos derechos de trabajador para continuar en la dinámica de supervivencia que permite expresar, a manera de resistencia: "tengo un trabajo" que no "tengo un buen sueldo"; porque en ese regateo laboral, uno encuentra un sentido al sinsentido de vivir en estas realidades inhumanas y lesivas que hieren con mayor profundidad a unos que a otros.
Una formación (superior o técnica) o unos documentos (que certifican saberes), pueden, a veces, dotar de la misma condición de (minus)valía a quien carece de éstos: la precariedad laboral democratiza las inhumanas condiciones del sujeto. No obstante, he aquí el privilegio: la indigencia laboral también sus estratos; algunos estamos mal, otros; peor. Unos más jodidos, otras francamente anulados o próximos a serlo. En estos casos, respirar es una necedad (¿o debo decir, respirar es una necesidad?) y continuar, más que un heroísmo es una locura: la cálida ceguera del bicho que arde en la luz hipnotizante.
A uno le gusta lo que hace, lo que consigue con su esfuerzo (físico o intelectual), lo que aprende, lo que resulta de servir al otro. Y ese plus compensa (es un decir) todos los agravios de un trabajo o desempeño que no se reconoce, no se valora ni se liquida como debería serlo. Entonces, uno se contenta con los resultados colaterales del quehacer cotidiano. Porque es verdad que ninguna certeza laboral consigue u otorga las satisfacciones que una vocación de servicio alcanza en quien obedece.
Pero a veces, a uno le dan ganas de emprender… el camino sin retorno; embarcarse hacia cualquier parte a condición de no tener ticket de regreso; lanzarse al abismo (tan hondo como atractivo) y extraviarse en el silente fondo de esa garganta. Sin embargo, no es sencillo decidirse a dar ese último paso y triunfar sobre la propia condición indigna según lo revela una mente tan lúcida y preclara que se resiste a mantener erguida una ilusión.
Las reglas del juego no cambiarán hacia mejor; el juego quizá concluya o derive hacia dinámicas aún más voraces, inhumanas, cruentas. No quiero continuar (así). Prefiero auparme en la siguiente estación y echarme a andar… porque, finalmente, lo que deseaba vivir lo he conseguido; continuar a cualquier precio, nunca más: no al menos en mi puto nombre.

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