Trabajar y ser
remunerado por determinado desempeño se ha convertido en una posición privilegiada que
ha dado la vuelta a aquella consigna lejana, añeja y agregaría, nostálgica, de que "trabajar es tan feo que por eso pagan". Estamos a un tris de pagar por hacerlo (aunque
quizá, esto ya ocurre, de muchas maneras).
La antigua sentencia de
estudiar para ser alguien, conseguirse un buen empleo (entiéndase, bien pagado,
con prestaciones, que permitiera cubrir las necesidades básicas e incluso
conformar una familia, adquirir una casa y otras minucias (auto, mascota,
vacaciones)), asegurarse una jubilación y una santa muerte, hace muchos años que
caducó.
El mercado laboral
es otro: las nuevas reglas, de las a su vez, nuevas dinámicas laborales, han
atomizado la dignidad de quien trabaja, el salario, las posibilidades de
trascenderse más allá de asegurarse la supervivencia y hasta la energía para
protestar o intentar cambiar las cosas. El respaldo del sindicato -cuando existe- es papel mojado.
Ahora, el
trabajo (y su remuneración) es cuestión de (buena) suerte, contactos convenientes, saber
emprender-se, poseer habilidades para la autorrealización laboral y la satisfacción
personal, amén de algunas pocas opciones justas que aún siguen las reglas del juego
limpio. Todo lo demás es abocar al sujeto a la indigencia. A alguna forma de miseria como condición vital.
He pasado de “jornalero
con posgrado” a indigente con cédula: ora mendigo aquí, ora allá, siempre bajo
el encuadre de reglas tan cambiantes como flexibles (no para mí, of course) aunque se precien de incorruptas;
estrellándome contra las letras chiquitas de las ofertas laborales, aceptando
contratos "de hambre", renunciando a prestaciones y aceptando rebajas en mis exiguos derechos de trabajador para continuar en la dinámica de supervivencia que permite expresar, a manera de resistencia: "tengo un trabajo" que no "tengo un buen sueldo"; porque en ese regateo laboral, uno
encuentra un sentido al sinsentido de vivir en estas realidades inhumanas y
lesivas que hieren con mayor profundidad a unos que a otros.
Una formación (superior o técnica) o unos documentos (que certifican saberes), pueden, a veces, dotar de la misma condición de (minus)valía a quien carece de éstos: la precariedad laboral democratiza las inhumanas condiciones del sujeto. No obstante, he aquí el privilegio: la indigencia
laboral también sus estratos; algunos estamos mal, otros; peor. Unos más
jodidos, otras francamente anulados o próximos a serlo. En estos casos,
respirar es una necedad (¿o debo decir, respirar es una necesidad?) y
continuar, más que un heroísmo es una locura: la cálida ceguera del bicho que
arde en la luz hipnotizante.
A uno le gusta
lo que hace, lo que consigue con su esfuerzo (físico o intelectual), lo que
aprende, lo que resulta de servir al otro. Y ese plus compensa (es un decir)
todos los agravios de un trabajo o desempeño que no se reconoce, no se valora ni
se liquida como debería serlo. Entonces, uno se contenta con los resultados
colaterales del quehacer cotidiano. Porque es verdad que ninguna certeza laboral
consigue u otorga las satisfacciones que una vocación de servicio alcanza en quien
obedece.
Pero a veces, a
uno le dan ganas de emprender… el camino sin retorno; embarcarse hacia cualquier
parte a condición de no tener ticket de regreso; lanzarse al abismo (tan hondo
como atractivo) y extraviarse en el silente fondo de esa garganta. Sin embargo,
no es sencillo decidirse a dar ese último paso y triunfar sobre la propia
condición indigna según lo revela una mente tan lúcida y preclara que se
resiste a mantener erguida una ilusión.
Las reglas del
juego no cambiarán hacia mejor; el juego quizá concluya o derive hacia dinámicas
aún más voraces, inhumanas, cruentas. No quiero continuar (así). Prefiero auparme
en la siguiente estación y echarme a andar… porque, finalmente, lo que deseaba vivir lo he
conseguido; continuar a cualquier precio, nunca más: no al menos en mi puto nombre.
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