jueves, 2 de mayo de 2013

DEL LUGAR DEL OTRO

Al Hámster



¿Cómo se compensa la asimetría del amor? ¿Dónde se instalan los contrapesos que equilibrarían la inequidad entre dos que se aman? Los amantes se juramentan (ante sí, ante el otro) no discutir por banalidades, validando así, que la experiencia amorosa pasa necesariamente por el encontronazo en un ring preexistente a toda relación amorosa. Hemos sido educados bajo la premisa de que el “amor duele o no lo es”. La justificación de la tiranía narcisista devenida ley. De suerte, que quien no sufre, se concluye, no ama.

Se traza una línea entre dos puntos. Un segmento de recta en cuyos extremos se colocan sendos cuerpos, los dos de distinto peso, ambos, diferentes. La fuerza que se ejerce entre uno y otro ya lo sabemos, se explica mediante la fórmula de la Gravitación Universal. La distancia que los separa es tal que resulta despreciable al momento de calcular la fuerza. Las masas son importantes aunque también mínimas. El resultado es “una acción a distancia” adjetivada de amorosa.

A diferencia de las cargas puntuales, las masas no se repelen. Y si ocurre tal fenómeno, no se considera. Newton no señala (o lo ignoro) que entre los cuerpos exista una resistencia a ser atraídos mutuamente. Las cargas, en cambio, sí manifiestan una atracción o repulsión que está en función del signo que se les ha sido asignado. Los amantes, que son cuerpos (masas) y no cargas (puntuales), no deberían experimentar el rebote sino únicamente el tirón que los arrastra hacia el otro: una fuerza gravitacional amorosa.

Y sin embargo sucede que tal convivencia no acontece así. Los cuerpos no se comportan sólo como masas sino como sujetos cuyo proceso de construcción complica (que no impide) el cumplimiento cabal (y racional) de la ley de la fuerza gravitacional. Un cuerpo cae dentro del otro por efecto de la gravedad y de la pasión. De eso que llamamos amor, deseo, necesidad, ansia. Un cuerpo gravita en torno al otro. Uno de ellos deviene centro y en consecuencia el otro, satélite. Un cuerpo ama más que el otro, y se creería que esto lo hace el de más masa, mayor edad, mejor habilitado en lides amorosas, quien tiene más experiencia. La fuerza de atracción depende más de la distancia que de la masa de los cuerpos (que sí importa), trecho que numéricamente resulta despreciable, pero vital en términos simbólicos.

La distancia que separa a los amantes no es una magnitud escalar (solamente) sino psicológica. Y es en función de ésta (no medible, no representable) que la fuerza de atracción que experimenta un cuerpo hacia el otro se asume como mayor, inevitable, apocalíptica. De esa sensación de caída libre al vacío nace el conflicto: “yo te amo más; tú me amas menos”. El abismo engendra la asimetría. Nada pueden hacer los amantes por librarse de esta magnitud física que habita en su mente. La asimetría expulsa a uno del interior del otro. La guerra está declarada. Como no existe batalla sin ventaja, uno de los contrincantes ha perdido a priori. El derrotado sufre, llora, cae herido. Entonces descubre la necesidad que tiene del otro. Se ha cumplido el adagio: ama.

Su amor no necesita más justificación que el sufrimiento infligido por el amante-amado. Así estaba escrito, así lo escuchó en todas las historias que conformaron su propia narrativa. Se cuenta a sí mismo que ha alcanzado la categoría de amante-amado. Ahora la relación cobra sentido y significación. El agujero negro del amor, lo ha absorbido.

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