Me
gusta esa belleza que hay en el dolor; la fortaleza que puede emanar de la
fragilidad y el desamparo: la vida en sí. Esperar y resistir.
r.a.
Quien ha vivido como ha querido,
más que como ha debido vivir, tiene un desenlace vital digno de su transcurrir (ser
y des/hacer) por este mundo. La agonía, la muerte esquiva que se aleja y se aproxima
para torturar a quien yace agonizante y a los suyos, no tiene lugar en quienes
asumieron la vida como una fiesta que comienza y culmina en algún momento. Este
tipo de personas muere, literalmente, en paz. Son seres que se van durante el sueño, si acaso
sin queja alguna, quizás agradecidos de haber vivido un día más sin imaginar (o
quizá porque lo intuyen se abandonan a la placidez del descanso), que abrirán
sus ojos en otra dimensión en la que, quienes nos quedamos acá, ya no les veremos
ni podremos abrazarles ni decirles ni escuchar ninguna palabra.
Así se fue mi padre: sin hacer
ruido, sin ocasionar mayores molestias, sin causarse lástima, sin renegar de la
vida, tal vez con menos algarabía como la que debió suponer su nacimiento (en
la Cuenca), sin despedirse; de madrugada; cerca del mar. Durmiendo partió y así
cesó el dolor –literal– que lo asoló durante gran parte de su vida. Dolores que,
decía él, lo hacían sentirse vivo. Partió (sin regreso) al alba como solía hacerlo cada día.
Fiel a sí mismo cumplió su recorrido sin renegar de los muchos males que le
procuró la vida, quizá porque también ésta fue generosa con él. Quienes lo
conocieron dan cuenta de un hombre contento, festivo, de cuya boca no escapó la
queja y sí la risa a raudales, la picardía, la esperanza, el orgullo que
manifestó por los logros de su descendencia. Fue un hombre íntegro y generoso que
abrazó las causas sociales más complejas en tanto que simples, sin procurarse
un beneficio propio más allá de la satisfacción del deber cumplido. Él creía en
el civismo, eso, que lamentaba, se
había perdido.
Me cuesta tanto escribir sobre él,
ausente como está, ido sin posibilidad de retorno, y hacerlo en un tiempo que no
consigo aprehender, porque mi propia vivencia temporal se haya desencajada de
toda sincronía que conozco. Me abrazo a girones de tiempos (hace unos días, la
semana pasada, el mes anterior) para no naufragar en un mar de segundos que se
me escapan de todo registro, como si fuera en pos de él que habita ya un tiempo
sin dimensiones y un lugar anclado ya para siempre.
Escribir (me) duele. Sobre todo,
porque ya en otro momento fue la escritura la que me permitió templar mi pena y
aceptar, no sin recelos, la pérdida irreversible que afrontaba. Aquella vez como
ahora, me asumo imposibilitado para verbalizar el estado de indefensión en que
me siento. O en el que no me reconozco. Porque tras saber la noticia de su muerte,
mi entendimiento entró en una órbita en la que quedaba excluida temporalmente la realidad. También yo. Fuera
de mí: desconsolado.
Vivir el desconsuelo, con todo lo que evoca de "dolor que no tiene
alivio", de desolación que desbasta la vida personal y colectiva,
material, sensorial y subjetiva (León, 2012:8), es sentir que uno des/vive en
un cuerpo que no es propio, porque súbitamente ha quedado irreconocible, ajeno.
Por ello las omisiones y los actos, los silencios y los lloros,… parece que los
hace otro. Un otro ajeno al yo-propio del que hemos sido desapropiados por el shock
de la noticia. Separado de mí, fui un fantasma deambulando en busca de mi
cuerpo y de todo aquello que me hace saberme/sentirme/reconocerme mío.
Repetí su nombre (elegido como contraseña
en un proceso electrónico realizado dos semanas atrás), como si se tratara de un silabario, y ahí, en el sonido (imagen acústica repentinamente nítida) de su
nombre me encontré. El tequila que lloraba por mi garganta y las escasas lágrimas
que escurrían por mi cara consiguieron pegar
ese yo hasta unos minutos antes escindido,
fragmentado. Arrojado de golpe a la mesa del bar me re/conocí huérfano. Mío sin
una parte de mí a la que pertenecía y que de pronto ya no más era suya. Mi padre
estaba muerto y lo estaba en la totalidad de la significación (siempre
relativa, siempre subjetiva) de la palabra muerte.
Ido para siempre de la realidad compartida.
“Ahora sí la orfandad se ha
instalado en mí. No me quejo, así es la vida. Sólo que darme cuenta de ello,
así, tan de repente, me arroja a la jodidez. Tener un padre da cierta
seguridad, aunque no esté cerca. Ahuyenta el temor natural a ciertas cosas. Una
vez muerto, la realidad (la seguridad) pierde su marco de referencia (su
vigencia). Cambia algo. La orfandad
se mete en los huesos (orfaosteoporosis). Nada es igual. Menuda revelación. Llorar
no cambia nada, pero ayuda. Cuando es posible llorar. Y sin abuela (que partió
hace ya muchos años) y sin padre la vida se descuadra (más). Ni modo: toca amachinar y a darle. Ni condolencias ni rezos varían la realidad: la soledad es
tal aunque se accesorice. Lo re-sé
ahora. Lloro de pura inercia porque no puedo hacerlo de manera natural. La orfandad es puntual: hiere y
acompaña. Resisto”.
A vodkazos el llanto surgió con
pausas. Un llorar a cuenta gotas como si estuviera aprendiendo a hacerlo. Titubeante.
En la soledad fue posible abrazarme al duelo que no conseguía vivir, aplazado
por los compromisos que debí cumplir justo cuando el cuerpo de mi padre, yacía
tendido-velado-llorado-recordado, pero también celebrado. Fue un hombre feliz,
un hombre-fiesta que no quería lágrimas ni quejas en su velorio (y sí mucha
comida para quienes fueron a verlo). Ahora sé que las personas llegaron de muchas partes para despedirlo. Seguro que
también para rendirle sus respetos. Él que embarcado
redondeó el mundo y me hizo saber lo que los libros de textos no dicen, con su
carácter se echó a la mano (y ahora sabemos que también al corazón) a mucha
gente.
No tendría que haber lugar para
el llanto ni para la pena en su partida, pero su corazón que súbitamente dejó
de latir, me ha generado de súbito también una enorme nostalgia por un lugar, una
tiempo y una presencia que no serán más. Si acaso un bello recuerdo. O un
mambo. O la camisa suya que ahora es mía y guardo celosamente en un lugar de
mí, que es también suyo ya para siempre.
DEP.
León, E., (2012) (Coord.): Virtudes y sentimientos sociales para
enfrentar el desconsuelo, Sequitur-CRIM-UNAM, Madrid.
2 comentarios:
Se que me he demorado un poco en escribir, (mas no en leerte)y es que quizás yo no se expresarme de tan bello modo como lo haces tú, asi que hoy solo expreso con el corazón, olvidandome de los puntos y acentuaciones, de la ortografía incluso... solo con el corazón...
Y es que sabes? yo también se lo que es cuando la muerte arranca de tu lado ese ser que amas, ese ser que admiras, ese ser que en su momento todo lo dió por TI...
Y duele, duele tanto que es un dolor inexplicable, mas sin embargo, despues llega la resignación de saber que esa persona estará mejor.
Solo sabemos que a pesar de las palabras de aliento hay espacios que nunca se llenan, mas que de recuerdos...
Y hoy veo que tu los has llenado de unos muy gratos...
Los cuales hoy nos narras con tus letras...
Vive hoy amigo, vive!
Porque como versa esa vieja canción...
"Nada te llevarás cuando te vayas..."
Espero que La paz llene tu corazón y que aquél Todo Poderoso recoja en su manto a ese gran hombre como lo fué tu Padre y lo abrigue siempre
hasta que el "Gran Momento LLegue" y nos reencontremos de nuevo un día.
Addy
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