domingo, 30 de diciembre de 2007

EL TALLER


Huyendo de la cotidianidad a la que condena el vivir todos los días en la misma ciudad, me encuentro -con mi héroe, of course- en un punto del D.F. En esta temporada la gente abandona la City y resulta amable pasearse por sus calles, visitar museos y deambular por el paseo de la reforma sin las dosis de estrés y smog habituales en la otrora región más transparente.

Durante el primer día hemos recuperado nuestros pasos andados en otras visitas y re-vivido momentos maravillosos. Esta vez no he observado mazahuas ipodeadas ni gorditos enamorados, tampoco he mirado corazoncitos de concreto ni me he subido al metro. Lo que sí hicimos fue ingresar al monumental edificio de reforma 222; esa arrogancia de acero y cristal que hermosea -sí, aunque contamine hace lucir- el paseo de reforma. Resulta que la enésima maravilla del de efe, todo un conjunto de ingenio, técnica y demás linduras de la modernidad no es tan perfecto como lo promueven. Pues ayer nomás entrar el hall descubrí su vulnerabilidad: el ultra chic ascensor -una caja de vidrio y metal-, se había quedado suspendido entre niveles con un grupo de personas en su interior, lo cual daba un espectáculo gratuito a los viandantes, que entre asombrados y asustados contemplaban cómo ¡a golpe de martillo y cincel! Intentaban desarmar la caja para liberar su carga estupefacta. ¿Quién iba a pensar que fallaría el elevador de un edificio inteligente; ha de ser de esas inteligencias que no supera los 300 puntos de la prueba de pisa... Cosas veredes, dijo el Quijote y yo anoche vi más.

Después de mucho analizarlo -sí, yo no envío de vacaciones a mis neuronas- propongo como hipótesis para explicar el fallo del ascensor la presencia de "piojas" multicromáticas que atestaban la monumental construcción. Por más que dijeron -así lo leí durante todo el tiempo que duró la edificación de tal obra- que sería un espacio ex-clu-si-vo (ahora ya todo es VIP) resultó que estaba repleto de animalas solas -escindidas, quizás- en busca de sus humanos.

Pero como no fui a sufrir tan lejos, tras cenar entramos a "El Taller", el antro del que somos habituée. Estaba repleto de todas las versiones de la masculinidad que puedan imaginar. To-das. La música electrónica -acá no suenan otros ritmos tribales- animaba -casi exigía, debo citar- a mover los cuerpos. Y ahí, como partículas excitadas de un gas comprimido, bailamos mucho tiempo todas las variantes que el dj del local tuvo a bien programar. Eso es música, lectores. Deberían darse una vueltecita por allá los dueños de antros "de ambiente" que creen que cualquier ruido es música para bailar. Pero la culpa no es del indio...

Humo, sudor y humedad primaba la atmósfera nocturna y ruidosa. Imágenes de bellos cuerpos en movimiento hipnotizaban la vista y una legión de "piojas", seguramente oenegeras flacas y harapientas, algunas -audaces- con el torso descubierto, afeaban de vez en vez el paisaje masculino. Yo propongo un impuesto para la fealdad; digo, uno no elige ser bello o no agraciado, pero por sentido común -si no es posible ya el de estética-, deberían quedarse encerraditas para no romper con la armonía del medio ambiente; ya tenemos suficiente con el cambio climático...

La noche -la madrugada- culminó con un par de vodkas entibiándonos la piel como preludio a la colisión de los cuerpos adictos, amantes y enrabiados en que nos hemos convertido. C'est tout!

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