miércoles, 21 de octubre de 2009

LA NAQUEDAD


No se requiere una habilidad especial para darse cuenta de que además del cambio climático, otra variación en el orden de la Tierra igualmente atroz asuela a la humanidad. Porque tal situación seguramente alcanza visos de pandemia aunque ninguna alerta Naranja nos indique eso.
Me refiero a la condición de bruticie que copa la mayoría de los espacios públicos y amaga con desbordarse. ¿Tiene usted la sensación de que si mira algún programa de televisión a cualquier hora, en el canal que elija, se topa con una situación estúpida presentada como genialidad?
No me refiero a una televisora en específico, que las cadenas nacionales no se libran de tal realidad, antes bien la promueven. El hecho más falaz se torna motivo de debate –palabra omnipresente en la actualidad- sin saber a bien en qué consiste éste y las condiciones mínimas para que se lleve a cabo.
Escuche detenidamente las conversaciones de las personas en las filas para realizar pagos de servicios, en una sala de espera, en el transporte público: seguro que no escuchará que discuten sobre el estado de la nación sino de trivialidades que la atontan más en lugar de aligerarle el cansancio de la espera ¿Que de eso está hecha la vida? ¡Vaya existencia la de estos seres!
Contemple actitudes y expresiones de la gente, qué dice, qué hace, qué engulle (que no come), cuáles son sus quejas, a qué aspira, qué echa de menos; adivine si aún tienen deseos, secretos, si persigue una meta, si está molesta o eufórica. Lo que encontrará son frases huecas pronunciadas por políticos, deportistas, estrellas, cualquiera que consigue sus 15 minutos de gloria (de desgracia mediática, descubriría si tuviera neuronas en acción) repetidas hasta la saciedad por la televisión y la radio que los van trastornando día a día. Nos vamos al Mundial, brama la mayoría ingenua, comer tres veces al día querrían esos indigentes del pensamiento que balan frases carentes de sentido a las que se agarran como a jirones de vida. Triste vida. Infelices.
Esto es lo que denomino la condición de naquedad, de naco con arrestos (por no decir, infame) que padece la mayoría de las personas de este país y que obliga a otros, una creciente minoría, a soportarlos. Naquedad que se hace manifiesta en formas de incivilidad, de falta de higiene, de pobreza de ingenio, de ignorancia creciente.
Ante una amenaza latente como la influenza, mire a la gente escupir en la calle, estornudar sin el mínimo cuidado de no salpicar a los demás, sin que se sienta aludida; obsérvela tirar basura, fumar en sitios que el sentido común insta a no hacerlo, atravesar el auto en un crucero porque hay luz verde aunque ello ocasione un embotellamiento. Aventarle el vehículo al peatón; viandantes que avanzan sin esperar el alto. Contemple a esa gente tragar comida chatarra en plena calle y arrojar al suelo, a jardineras o ventanas los residuos que debería engullirse también si la sensatez no la hace colocar la basura en espacios apropiados.
Naquedad que se hace manifiesta en la terquedad de los conductores por escuchar la música a alto volumen, en taxistas especialistas en arruinar el oído de los pasajeros que tenemos la desdicha de abordarlos, porque no reaccionan y apagan su ruido aunque fuera por humanidad, si la inteligencia le ha sido negada por natura. En los vendedores ambulantes cuyos gritos ensordecen al transeúnte, amén de obstruir las banquetas. En el empleado de ventanilla y su nefasta actitud como si fuese un dios caido en desgracia y de la que el usuario, seguramente tiene la culpa. Las empleadas de supermercado y otros comercios, divas asfixiadas en su propia burbuja de parishiltonismo irreversible que debemos padecer irremediablemente. Servidores públicos en general que han hecho de su labor una trinchera desde donde joden a quien se les pone enfrente; la amabilidad que aún queda, está en extinción. Deténgase a ver a ese obeso que aborda el transporte público y se apoltrona en un asiento cuyas dimensiones rebasa su volumen y encima se queja: qué asientos tan pequeños, pero no deja de tragar y se aventura a una urbe que no fue diseñada para andar con exceso de dimensiones; por qué no se queda en casa con su gordura a cuestas en lugar de estorbar y afear los espacios públcios, cada vez más reducidos. Impuesto a la gordura pondría yo y sanearía las finanzas en un mes.
Miro la imbecilidad del mundo en adultos que se infantilizan vistiendo como Chabelo y actuando como idiotas para parecer graciosos, modernos, chic, tal es el modelo que el cine –un tipo de cine- y la televisión les dicta. El primate prima, dice una sabia mujer que también lidia con la asnalidad día sí y día también. A infantes actuar como tiranos con el visto bueno de sus endebles padres, a quienes multaría no por engendrar hijos, sino por fomentarles prácticas de lesa intelectualidad. A esas personas que se ufanan de tener el teléfono celular de vanguardia y jamás tienen crédito y andan chingando a quien se deja para mantenerse comunicados; o esos otros seres que se jactan de estar tan ocupados que jamás responden un email o hacen constar de recibido un documento: pedirle que lo agradezcan
c'et impossible!.
El reino de las bestias, lo llamé hace algunos años, cuando la palabra cenutrio alcanzaba a nombrar la estupidez de algunos y algunas, que en esto sí hay paridad.
Aspirar a ser humano es ahora una idea extraviada en el cerebro afectado de bastantes. Exigir un mínimo de sentido común es pedir al muro que se ablande. Y paralelamente al crecimiento de la imbecilidad, si no es que la fomenta, aventuro, el discurso religioso se multiplica por doquier. Nunca hubo tantos profetas anunciando simultáneamente el mensaje de Dios.
Cuál Dios, me cuestiono. El de la insensatez, la ignorancia, la barbarie vuelta norma de conducta, patrón de vida. Yo preferiría de acompañante de asiento en el autobús un ateo que no me arrojara el humo de su cigarro y no un creyente que ocupa parte de mi lugar o que aspira a convertirme a su religión verdadera, que además se enfurece si no lo atiendo: ¿desde cuándo es obligación escuchar la voz de los idiotas?
A veces me canso de ser humano y envidio –es un decir- la condición de bulto con la que se desenvuelven muchísimos cada día. Cada vez son menos los espacios donde es posible dialogar, conversar, comportarse como persona, acrecentar la humanidad que no viene gratis en la compra de un detergente. Ser y estar sin sentirse timado por la realidad.
Pero mientras la gente siga volcada a un discurso que le anula la posibilidad de actuar, deshojaré la margarita de la desazón confiando en que antes nos destruya súbitamente una naturaleza enfurecida y no esta muerte a dosis que significa el convivir diariamente con la estupidez hecha carne, habitando entre nosotros. Y a muchos y muchas, habitándoles. Así sea.

1 comentario:

Juan Bigotes dijo...

A veces me gustaría decir tantas cosas similares a las que escribes; pero esas veces, que son seguidamente diarias, me doy cuenta que dentro de este mundo de extrañas criaturas llegadas de sistemas estelares lejanos, con las que comparto muy poco, soy, en realidad, el anómico. Llego al extremo en cuestionarme a quién debe corresponderle la condición de normalidad. Sin embargo, reflexiono sobre mi pasado y mis experiencias con estos seres del país donde se nace con una pelota en la mano y me reconforta el hecho de que, si bien en algún momento me sentí atrapado, mi principal defensa es la de ser impermeable.

Cuidate, un abrazo.