Hubo un tiempo
en el cual el encuentro erótico-sexual fugaz, clandestino, anónimo, temerario
(con su alta dosis de alto riesgo y letal) fue característico de quienes se
oponían a las reglas del amor romántico, el flirteo y la monogamia. Cuerpos
sexuados que vivían el deseo de su carnalidad más allá de las exigencias y
limitaciones de la heterosexualidad y la homosexualidad que como raíles conducen,
normalizan y totalizan las maneras “correctas” para vivir el deseo.
Hubo un tiempo
en que fue posible ser radical.
La sociedad
consumista que vende-compra satisfactores para necesidades inventadas más que
requeridas, ha impuesto sus cánones en todos los ámbitos de la cotidianidad
humana, ello incluye también las dinámicas del deseo que se han higienizado de
tal modo que la promiscuidad resulta la “peor” de las acciones y en su contra
se defiende una fidelidad a ultranza.
¿Qué es la
fidelidad sino un corset para la vivencia humana? Se fideliza al cliente, al consumidor, al empleado, al creyente; ahí
donde se fideliza, se esclaviza, se aliena, se arrebata la posibilidad de
agencia. Fidelizar es obedecer. Y quien obedece no reflexiona.
Mujeres y
hombres buscan con ahínco (así en la realidad como en el universo virtual) el
amor, pero no como experiencia y construcción de la subjetividad, sino como una
suerte de ortopedia existencial en la que se tiene a alguien a quien declarar
dueño de los sentimientos, pensamientos y acciones; a quien reclamar atenciones
y favores; a quien servir para sentirse útil y dotar de sentido la propia
existencia, es decir, el amor como excusa para sobrevivir la vaciedad de una
vida consumista, ergo, insatisfecha.
De esos
“amorosos” me guardo. Seres (la más de las veces) pusilánimes, resentidos,
egoístas, ignaros, superfluos que exigen encontrar en el otro lo que adolecen
en sí mismos. Si el amor es carencia, déficit, búsqueda de sí en las fronteras
del otro: en tiempos de la hetero/homonormatividad, buscar, hallar y poseer “el
amor” es el mandato y el vector que vehicula y justifica todas las ansias, las
dolencias, los pequeños triunfos que enmascaran grandes derrotas que
in/satisfacen la vivencia diaria.
Por ello, se coge
higiénicamente: hombre y mujer, hombre con hombre, mujer con mujer, pero
siempre guiados por el amor (romántico) y el deseo (normativizado), lejos de
excesos, excentricidades, anormalidades, con fantasías validadas por el establishment que devienen prácticas
permitidas (y sólo las permitidas) que excluyen todo aquello que ensucia el
marco aséptico de lo que cabe en la expresión “hacer el amor”.
Se coge
coitocéntricamente. En la escena sexual sólo toman parte los genitales y solamente
en las posturas que deben participar; fuera queda lo erótico y lo afectivo,
porque ello supondría abrir las posibilidades del ejercicio de una sexualidad
integral, plena, de verdad satisfactoria… porque ello demanda
corresponsabilidad, respeto, cuidado. Y es más fácil “hacer el amor” (que
mandata y no reconoce derechos) que follar, que exige todo.
Las demandas de
compañía (exigencias) ocultan la urgencia de un satisfactor que colme
momentáneamente el abismo propio disimuladas bajo requisitos como: busco a
alguien a quien le interesen los buenos sentimientos (¿cuáles son los malos?),
el físico no importa (pero los piden jóvenes y delgados), quiero a alguien fiel
(que buscan en páginas electrónicas para encuentros sexuales), no busco sexo
(pero se interroga sobre la forma, el tamaño, los modos de los genitales),
entre otras expresiones, manifiestan la premura por cumplir el mandato de un
sistema heterosexual y generizado (sólo masculino-femenino) que ha absorbido,
en su pretendida corrección, muchas de las antiguas desobediencias sexuales,
afectivas y emotivas amparado en un discurso de la prevención, la
higienización, la exclusión de lo extraño, lo raro, lo anómalo. Se manda “hacer
el amor” aunque con ello se deshaga el cuerpo carnal y emotivo, se amputen
zonas de la subjetividad y se restrinja el goce.
La respuesta es
la desobediencia. Deshacer el amor como una estrategia de reapropiación del
cuerpo propio para compartirlo libre y responsablemente. Yo prefiero follar que
es una forma de re/conocer al otro y a sí mismo. Follo con todo el cuerpo, pero
también con la mente y los afectos, con inteligencia e irracionalidad (sin
guiones ni presupuestos, lo más espontáneo posible, si cabe). Follo con quien
sea posible, pero sobre todo conmigo. Follo porque puedo.
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