Hay quienes aman
la vida y quienes padecemos el mundo. Ninguna opción es original ni novedosa,
de larga data ambas manías. Es el sujeto quien las asume y presume ser el
primero en una u otra experiencia de su ser y estar aquí.
A mí siempre me
ha pesado la vida. Desde que tengo recuerdos, mi mayor deseo ha sido el dejar de
estar vivo. De larga cuña es mi consigna de que vivir no es una obligación. No tendría
que serlo. “Cansancio vital” lo han llamado acertadamente los escandinavos. Pues
bien, yo nací cansado, vivo cansado y me urge descansar.
Me hizo falta,
en los genes, en el alma, en algún lugar del cuerpo, supongo, ese hálito vital
que hace que uno vaya por la vida saltando gozoso como Heidi lo hacía por los
montes nevados. Yo de cabriolas sólo sé por las que di huyendo al monte en
busca de soledad, silencio y paz; qué agobio la gente, qué estrés la
convivencia humana, qué pereza el performance diario de la vida social. El peso
de las relaciones interpersonales vale para la vida real como para la
virtualidad.
Bruticie en un
espacio como en otro, sandez, simpleza, frivolidad, estupidez, larga es la
lista de actuaciones que han devenido competencias comunicativas en el siglo
XXI y que dada mi lentitud evolutiva, no acierto a adquirir y francamente, no
me interesa dominarlas. Con lo que me he esforzado para desteñirme la
primitivez de los primeros años como para volver a ella reivindicando que eso “es
lo de hoy”.
Por ello mi
único recuerdo grato es la escuela. Esa institución que hace decenas de años
vive sus “peores tiempos”, fue y ha sido para mí el mejor de los mundos
posibles. No por la convivencia con mis pares, no, que ese fue lo peor de la
misma, sino porque fue el espacio donde aprendí, donde conocí, donde mi mente
fue retada. Ahí, racionalismo y emotividad se batieron a duelo, ahí mi
pensamiento local fue sacudido, ahí se desmembraron los mitos, ahí se
descarapeló mi noción estrecha de mundo.
Fue la escuela (a
través de las maestras y los maestros que tuve) quien me conformó otro sujeto. Porque
a diferencia de bastantes que se tragan todo lo que la institución les impone
(o lo escupen sin catarlo siquiera), yo tuve la oportunidad de regurgitarlo,
rumiarlo y luego decidir qué sí quería para mí, qué sí servía para mi
existencia, qué sí me daba fuerzas para seguir con vida. De suerte que no es
exagerado afirmar que si sigo vivo es gracias a la escuela.
A mí me gustaba
y me gusta aprender. Observar, leer, cotejar, analizar, hacerme preguntas,
esperar, cerrar los ojos, presuponer, organizar datos, corroborar, corregir,
errar… han sido actos cotidianos en mi vida diaria, no sé si de ello me dotó la
escuela o si ya los llevaba y por ello encontré el sentido que millones no le
encuentran a la institución. Puedo afirmar que todo se lo debo a mis profesoras
y profesores, puesto que al exponerse me enseñaron lo que debía o no hacer en
mi convivencia ordinaria, en mi existencia adulta. Quienes aseguran que hay
docentes que no enseñan nada deberían preguntarse por qué es que no aprenden
nada. Insisto: de quien está al frente siempre se adquiere necesariamente algo,
lo contrario significa no haber atendido al expositor.
Ahora que el
cansancio vuelve a llamar a las formas de mi cuerpo y tira cuesta abajo de mi
ánimo, debilita mis pocas fuerzas, estremece mi lábil fortaleza, apelo a lo
aprendido en la institución escolar para intentar defenderme del flagelo de la
angustia, la mohína, la desazón, el tedio, la desesperanza. Ya me ha salvado
otras veces, sin duda puede hacerme reflotar nuevamente. Sin embargo, la
atracción por el abismo es tan fuerte, magnética, seductora como bien lo saben
quienes han atravesado la ferocidad de este agujero negro.
No se trata de
ser optimistas ni apocalípticos. Es la mera vida. Hay quienes nacen, crecen,
mueren amando la vida. Sufren cuando ven que los días se acortan, se agotan. Y hay
quienes ansiamos vivamente esa feliz hora en que todo se detenga para entrar en
una plenitud propia de lo que ha dejado de ser para sólo estar. Ese gozo
infinito de no-ser más que olvido es el que ahora añoro y tanto necesito. Oh,
san Lorca: “si mis manos pudieran deshojar la luna”.
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