miércoles, 19 de octubre de 2016

VIVIR CANSA, AGOTA

Hay quienes aman la vida y quienes padecemos el mundo. Ninguna opción es original ni novedosa, de larga data ambas manías. Es el sujeto quien las asume y presume ser el primero en una u otra experiencia de su ser y estar aquí.
A mí siempre me ha pesado la vida. Desde que tengo recuerdos, mi mayor deseo ha sido el dejar de estar vivo. De larga cuña es mi consigna de que vivir no es una obligación. No tendría que serlo. “Cansancio vital” lo han llamado acertadamente los escandinavos. Pues bien, yo nací cansado, vivo cansado y me urge descansar.
Me hizo falta, en los genes, en el alma, en algún lugar del cuerpo, supongo, ese hálito vital que hace que uno vaya por la vida saltando gozoso como Heidi lo hacía por los montes nevados. Yo de cabriolas sólo sé por las que di huyendo al monte en busca de soledad, silencio y paz; qué agobio la gente, qué estrés la convivencia humana, qué pereza el performance diario de la vida social. El peso de las relaciones interpersonales vale para la vida real como para la virtualidad.
Bruticie en un espacio como en otro, sandez, simpleza, frivolidad, estupidez, larga es la lista de actuaciones que han devenido competencias comunicativas en el siglo XXI y que dada mi lentitud evolutiva, no acierto a adquirir y francamente, no me interesa dominarlas. Con lo que me he esforzado para desteñirme la primitivez de los primeros años como para volver a ella reivindicando que eso “es lo de hoy”.
Por ello mi único recuerdo grato es la escuela. Esa institución que hace decenas de años vive sus “peores tiempos”, fue y ha sido para mí el mejor de los mundos posibles. No por la convivencia con mis pares, no, que ese fue lo peor de la misma, sino porque fue el espacio donde aprendí, donde conocí, donde mi mente fue retada. Ahí, racionalismo y emotividad se batieron a duelo, ahí mi pensamiento local fue sacudido, ahí se desmembraron los mitos, ahí se descarapeló mi noción estrecha de mundo.
Fue la escuela (a través de las maestras y los maestros que tuve) quien me conformó otro sujeto. Porque a diferencia de bastantes que se tragan todo lo que la institución les impone (o lo escupen sin catarlo siquiera), yo tuve la oportunidad de regurgitarlo, rumiarlo y luego decidir qué sí quería para mí, qué sí servía para mi existencia, qué sí me daba fuerzas para seguir con vida. De suerte que no es exagerado afirmar que si sigo vivo es gracias a la escuela.
A mí me gustaba y me gusta aprender. Observar, leer, cotejar, analizar, hacerme preguntas, esperar, cerrar los ojos, presuponer, organizar datos, corroborar, corregir, errar… han sido actos cotidianos en mi vida diaria, no sé si de ello me dotó la escuela o si ya los llevaba y por ello encontré el sentido que millones no le encuentran a la institución. Puedo afirmar que todo se lo debo a mis profesoras y profesores, puesto que al exponerse me enseñaron lo que debía o no hacer en mi convivencia ordinaria, en mi existencia adulta. Quienes aseguran que hay docentes que no enseñan nada deberían preguntarse por qué es que no aprenden nada. Insisto: de quien está al frente siempre se adquiere necesariamente algo, lo contrario significa no haber atendido al expositor.
Ahora que el cansancio vuelve a llamar a las formas de mi cuerpo y tira cuesta abajo de mi ánimo, debilita mis pocas fuerzas, estremece mi lábil fortaleza, apelo a lo aprendido en la institución escolar para intentar defenderme del flagelo de la angustia, la mohína, la desazón, el tedio, la desesperanza. Ya me ha salvado otras veces, sin duda puede hacerme reflotar nuevamente. Sin embargo, la atracción por el abismo es tan fuerte, magnética, seductora como bien lo saben quienes han atravesado la ferocidad de este agujero negro.

No se trata de ser optimistas ni apocalípticos. Es la mera vida. Hay quienes nacen, crecen, mueren amando la vida. Sufren cuando ven que los días se acortan, se agotan. Y hay quienes ansiamos vivamente esa feliz hora en que todo se detenga para entrar en una plenitud propia de lo que ha dejado de ser para sólo estar. Ese gozo infinito de no-ser más que olvido es el que ahora añoro y tanto necesito. Oh, san Lorca: “si mis manos pudieran deshojar la luna”.

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