miércoles, 19 de octubre de 2016

YO NO SOY BERLINÉS: MIRADAS OBLICUAS DE UN MESTIZO


Escribo este texto un par de semanas de mi arribo a Berlín, justo en un momento de quiebre afectivo tras bregar entre las comparaciones (tan chocantes como inevitables) entre un país y otro. De modo que experimento una urgencia por salir corriendo de aquí y no parar hasta llegar al aeropuerto: volar y dejar atrás, lejos de mí, esta ‘añorada’ Europa. Tengo ganas de cerrar los ojos muy fuerte (¡muy fuerte!) y que al abrirlos esté ya en América Latina.
Mi estómago se resiente: centro neurálgico de muchas de mis pulsiones, lo siento constreñido, señal de que la tensión acumulada se ha arrinconado ahí, desde donde ejerce sus efectos al resto del cuerpo y el ánimo. Estoy harto, estresado, asqueado, cansado, agotado y agobiado, rebasado de representar un papel de “ciudadano berlinés” que no me convence y que no obstante, debo ejercer so pena de sanción. Porque en esta sociedad que parece que funciona convenientemente la convivencia cotidiana, ésta no parte de la convicción del sujeto (eso creo) ni del producto de una integración o cohesión social, cultural, política y más de la que participen convencidamente los ciudadanos. No.
Es fruto de una cadena efectiva de vigilancia integrada en el cuerpo de cada persona; sin necesidad de un panóptico (que lo hay), cada quien se convierte no en “guardián de su hermano” sino en policía del prójimo. Mediante actitudes, gestos y omisiones egoístas disimulados bajo la apariencia de cortesía, amabilidad, “lo que toca hacer”, las personas crean distancia entre unas y otras para mantenerse (a salvo) dentro de su espacio personal (personalizado) en el que se sienten seguras.
Me percibo alienado: estoy harto de las cámaras de vigilancia en el metro (hasta cuatro por vagón) y en los pasillos y andenes; del asedio de los inspectores que ingresan haciendo un control para verificar quién ha pagado y quién no el pasaje (siento el mismo estremecimiento que cuando veo un retén en México); de cruzar por las esquinas rigurosamente cuando el hombrecillo verde (Ampelmann) indica que puedo avanzar; de solicitar, recibir, entregar oficios hasta para lo más mínimo; de la estricta separación de la basura que enloquece al más cuerdo al contemplar las combinaciones permitidas y las que no. El peso del “no” es demoledor, al menos lo es para mí que creo en la capacidad decidir libremente entre lo correcto y lo inadecuado por mera convicción sin necesidad de un capataz azuzando con el látigo.
Porque el capataz acá está no sólo en la mirada de cada ciudadano (“auténtico”) alemán, dicha vigilancia se sostiene (fomenta y reproduce) desde la ley que más que para normar está para castigar: multa, sanción, pena. La dinámica social acá está articulada a partir de la amenaza, de la sentencia, de una falsa libertad expresada en “tú puedes hacer lo que quieras, pero si te equivocas, si fallas, entonces te castigo”. Lo que me parece esquizofrénico: ningún loquero cura esto. Insisto, es mi percepción de mestizo tercer mundista en el “primer mundo”.
En México me cuido de los ‘levantones’; acá voy alerta a las re/acciones de los otros. Allá temo al secuestro exprés; acá a haber incumplido una regla por omisión o ignorancia y ser duramente sancionado. Allá es el caos, la emergencia, la improvisación; acá la certeza de que las cosas pasan porque así tiene que pasar. Me asfixia la falta de espontaneidad, me aterroriza vivir en un estado policial que a diferencia del mexicano sabe que tiene poder para ejercer esa violencia contra mí. Allá a esto se le llama impunidad; acá: la ley.
Me dan ganas de salir huyendo y no volver nunca más a pisar estas calles hermosas ni utilizar el metro tan puntual y ordenado ni pasar los cruces de esquina tan bien delimitados; me dan ganas de no volver a ver hordas de bicicletistas dueñas del espacio público ni el verdor de sus extensos parques ni el sol de seis de la mañana o el crepúsculo a las ocho de la noche; me dan ganas de esfumarme y reaparecer en mi guarida que tiene sus reglas claras, pero jamás inflexibles.
Me gusta la excepción como forma de equidad. La justicia per se es injusta. No puede una ley estar por encima de lo humano si esa condición supone arrebatar estatus de humano al sujeto. Pero acá no hay excepciones: las cosas funcionan porque cumplen puntualmente lo que toca realizar y a eso le llaman orden (control), progreso (control), control (más control). Me asusta la idea de pensar tener que estar acá más allá del tiempo que debo permanecer. Te acostumbrarás, dice la gente. Quién sabe. Lo que hago es actuar estratégicamente: repetir los esquemas conductuales, hacer como que me alemanizo, parecer que formo parte de esta sociedad, di/simular; porque en mi interior me siento reprimido, asfixiado, pájaro enjaulado al que toca cantar para recibir su ración de alpiste.
Mi mixtura choca contra la linealidad de esta cultura; mis torsiones se revuelven ante la (pretensión de) pureza de esta sociedad; llevo “demasiada Latinoamérica” en mis venas para poder emparejarme con estos cuerpos robotizados con funciones sociales reprogramadas para actualizarse en el momento correcto. Todo el espacio está preparado para florecer, pero no hay libertad para elegir la forma de la flor. Prefiero el monte mexica: ahí se florece donde y como se puede: pero libre.

Berlín, 30 de abril de 2016

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