Escribo este
texto un par de semanas de mi arribo a Berlín, justo en un momento de quiebre
afectivo tras bregar entre las comparaciones (tan chocantes como inevitables)
entre un país y otro. De modo que experimento una urgencia por salir corriendo
de aquí y no parar hasta llegar al aeropuerto: volar y dejar atrás, lejos de
mí, esta ‘añorada’ Europa. Tengo ganas de cerrar los ojos muy fuerte (¡muy
fuerte!) y que al abrirlos esté ya en América Latina.
Mi estómago se
resiente: centro neurálgico de muchas de mis pulsiones, lo siento constreñido,
señal de que la tensión acumulada se ha arrinconado ahí, desde donde ejerce sus
efectos al resto del cuerpo y el ánimo. Estoy harto, estresado, asqueado,
cansado, agotado y agobiado, rebasado de representar un papel de “ciudadano
berlinés” que no me convence y que no obstante, debo ejercer so pena de
sanción. Porque en esta sociedad que parece que funciona convenientemente la
convivencia cotidiana, ésta no parte de la convicción del sujeto (eso creo) ni
del producto de una integración o cohesión social, cultural, política y más de
la que participen convencidamente los ciudadanos. No.
Es fruto de una
cadena efectiva de vigilancia integrada en el cuerpo de cada persona; sin
necesidad de un panóptico (que lo hay), cada quien se convierte no en “guardián
de su hermano” sino en policía del prójimo. Mediante actitudes, gestos y
omisiones egoístas disimulados bajo la apariencia de cortesía, amabilidad, “lo
que toca hacer”, las personas crean distancia entre unas y otras para
mantenerse (a salvo) dentro de su espacio personal (personalizado) en el que se
sienten seguras.
Me percibo
alienado: estoy harto de las cámaras de vigilancia en el metro (hasta cuatro
por vagón) y en los pasillos y andenes; del asedio de los inspectores que
ingresan haciendo un control para verificar quién ha pagado y quién no el
pasaje (siento el mismo estremecimiento que cuando veo un retén en México); de
cruzar por las esquinas rigurosamente cuando el hombrecillo verde (Ampelmann)
indica que puedo avanzar; de solicitar, recibir, entregar oficios hasta para lo
más mínimo; de la estricta separación de la basura que enloquece al más cuerdo
al contemplar las combinaciones permitidas y las que no. El peso del “no” es
demoledor, al menos lo es para mí que creo en la capacidad decidir libremente
entre lo correcto y lo inadecuado por mera convicción sin necesidad de un
capataz azuzando con el látigo.
Porque el
capataz acá está no sólo en la mirada de cada ciudadano (“auténtico”) alemán,
dicha vigilancia se sostiene (fomenta y reproduce) desde la ley que más que
para normar está para castigar: multa, sanción, pena. La dinámica social acá
está articulada a partir de la amenaza, de la sentencia, de una falsa libertad
expresada en “tú puedes hacer lo que quieras, pero si te equivocas, si fallas,
entonces te castigo”. Lo que me parece esquizofrénico: ningún loquero cura
esto. Insisto, es mi percepción de mestizo tercer mundista en el “primer
mundo”.
En México me
cuido de los ‘levantones’; acá voy alerta a las re/acciones de los otros. Allá
temo al secuestro exprés; acá a haber incumplido una regla por omisión o
ignorancia y ser duramente sancionado. Allá es el caos, la emergencia, la
improvisación; acá la certeza de que las cosas pasan porque así tiene que
pasar. Me asfixia la falta de espontaneidad, me aterroriza vivir en un estado
policial que a diferencia del mexicano sabe que tiene poder para ejercer esa
violencia contra mí. Allá a esto se le llama impunidad; acá: la ley.
Me dan ganas de
salir huyendo y no volver nunca más a pisar estas calles hermosas ni utilizar
el metro tan puntual y ordenado ni pasar los cruces de esquina tan bien
delimitados; me dan ganas de no volver a ver hordas de bicicletistas dueñas del
espacio público ni el verdor de sus extensos parques ni el sol de seis de la
mañana o el crepúsculo a las ocho de la noche; me dan ganas de esfumarme y
reaparecer en mi guarida que tiene
sus reglas claras, pero jamás inflexibles.
Me gusta la
excepción como forma de equidad. La justicia per se es injusta. No puede una ley estar por encima de lo humano
si esa condición supone arrebatar estatus de humano al sujeto. Pero acá no hay
excepciones: las cosas funcionan porque cumplen puntualmente lo que toca
realizar y a eso le llaman orden (control), progreso (control), control (más
control). Me asusta la idea de pensar tener que estar acá más allá del tiempo
que debo permanecer. Te acostumbrarás, dice la gente. Quién sabe. Lo que hago es
actuar estratégicamente: repetir los esquemas conductuales, hacer como que me alemanizo, parecer que formo parte de
esta sociedad, di/simular; porque en mi interior me siento reprimido,
asfixiado, pájaro enjaulado al que toca cantar para recibir su ración de
alpiste.
Mi mixtura choca
contra la linealidad de esta cultura; mis torsiones se revuelven ante la (pretensión
de) pureza de esta sociedad; llevo “demasiada Latinoamérica” en mis venas para
poder emparejarme con estos cuerpos robotizados con funciones sociales reprogramadas
para actualizarse en el momento correcto. Todo el espacio está preparado para
florecer, pero no hay libertad para elegir la forma de la flor. Prefiero el
monte mexica: ahí se florece donde y como se puede: pero libre.
Berlín,
30 de abril de 2016
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