La legítima promoción, adquisición y sonorísima defensa de ciertos derechos mínimos que han conseguido las personas en los últimos años, ha devenido en una exigencia del cumplimiento de los mismos, que parece que en la vida cotidiana solamente existen éstos y no hay apenas obligaciones que cumplir.
Al deber de trabajar se contrapone el derecho al descanso; a la obligación de educar se le anteponen las prerrogativas de los educandos; el mandato de respetar al otro se ve opacado por la garantía de ser libre o ser uno mismo, de suerte que los sujetos vivimos en un estado de inanición en la que quien se esfuerza, lo hace al mínimo, y quien algo hace, no va más allá de lo que corresponde.
Con esta ideología, el caso permea la vida privada y sobre todo la pública de las personas. En el espacio social abundan los cenutrios que tiran la basura que no son capaces de colocar en algún cesto o llevarla consigo hasta encontrar un sitio adecuado para la misma. De más está señalar a quienes suben los pies en zonas de descanso común: bancas del parque, asientos en salas de cine o teatro, de autobuses de pasajeros, en fin, que conductas de barbarie se multiplican por doquier.
Prácticas y actitudes que no surgieron en los individuos por generación espontánea ni por una suerte de casualidad sino por imitación u omisión de sus primeros cuidadores/educadores, generalmente, los padres. Miren bien, detrás de un adolescente maleducado hay un padre (o madre) cobarde que prefirió apelar al derecho de su hijo a ser libre que ejercer su autoridad como adulto (más que como progenitor del susodicho).
A quienes se han reproducido, les resulta bastante cómodos engendrar y parir criaturas y luego esperar a que el tiempo obre en ellos lo que tenga que ser o pasar, antes que planificar la existencia de los mismos; el aborto les resulta una palabra terrible que ni siquieran consideran imaginar, como tampoco se detienen a reflexionar la fábrica de criminales en potencia están activando. Pensar que cada neonato es un genio o santo en potencia es más sencillo que asumir que también en ese recién nacido puede haber un potencial asesino o un rufián.
La responsabilidad de formar a quienes después serán ciudadanos (de hecho) está en los padres (o cuidadores) con o sin leyes que (sobre) protegen a los menores. Basta de tolerar esa pusilanimidad de los adultos que no levantan la voz a un niño porque se contribuye a traumarlo (¿qué existencia no conlleva más de uno?), que no le da una nalgada oportuna porque los golpes son cosa del pasado; lo que sí será del futuro es el criminal con el que tendrá que lidiar la sociedad cuando ese bellaco malcriado crezca. Un no oportuno puede salvarnos a muchos de sujetos bárbaros que ya abundan.
El no es una suerte de disciplina sin necesidad de caer en totalitarismos ni tiranías que aplaste la voluntad del sujeto. La virtud es precisamente esa tensión entre el deseo y el deber más que virtud presumiblemente cristiana. La ética es para los hombres, no para los dioses, parafraseo a Victoria Camps.
¿Dónde radica el límite entre educar/formar y tolerar? La respuesta no la encuentra uno en alguna cartografía. Pero tal vez se halla en un sentido común cada vez más escaso; lo cierto es que no todo es ni debe ser tolerable (vuelvo a mencionar a Camps). Sin embargo, desconocer esa movediza frontera no exime a los adultos de ejercer una autoridad dada por la experiencia, por el hecho de haber vivido más que por infusión divina o por decreto. Recuperar el ejercicio de este conocimiento puede frenar la violencia que padecemos día sí y otro también.
La autoridad (que no debe depositarse únicamente en el padre o el abuelo sino repartirse entre todos los adultos) es un deber moral que urge ponerse en práctica so pena de hacernos cómplice de la degradación de la condición humana que enfrentamos cotidianamente. Ejercer la autoridad no es prerrogativa de políticos, docentes, policías y otras instituciones a las que atribuimos esa tarea, sino de adultos maduros, conscientes de sus derechos pero también de sus deberes. La mala educación de los padres y otros cuidadores se refleja en una convivencia social insana, aunque pocos se den cuenta.
Al deber de trabajar se contrapone el derecho al descanso; a la obligación de educar se le anteponen las prerrogativas de los educandos; el mandato de respetar al otro se ve opacado por la garantía de ser libre o ser uno mismo, de suerte que los sujetos vivimos en un estado de inanición en la que quien se esfuerza, lo hace al mínimo, y quien algo hace, no va más allá de lo que corresponde.
Con esta ideología, el caso permea la vida privada y sobre todo la pública de las personas. En el espacio social abundan los cenutrios que tiran la basura que no son capaces de colocar en algún cesto o llevarla consigo hasta encontrar un sitio adecuado para la misma. De más está señalar a quienes suben los pies en zonas de descanso común: bancas del parque, asientos en salas de cine o teatro, de autobuses de pasajeros, en fin, que conductas de barbarie se multiplican por doquier.
Prácticas y actitudes que no surgieron en los individuos por generación espontánea ni por una suerte de casualidad sino por imitación u omisión de sus primeros cuidadores/educadores, generalmente, los padres. Miren bien, detrás de un adolescente maleducado hay un padre (o madre) cobarde que prefirió apelar al derecho de su hijo a ser libre que ejercer su autoridad como adulto (más que como progenitor del susodicho).
A quienes se han reproducido, les resulta bastante cómodos engendrar y parir criaturas y luego esperar a que el tiempo obre en ellos lo que tenga que ser o pasar, antes que planificar la existencia de los mismos; el aborto les resulta una palabra terrible que ni siquieran consideran imaginar, como tampoco se detienen a reflexionar la fábrica de criminales en potencia están activando. Pensar que cada neonato es un genio o santo en potencia es más sencillo que asumir que también en ese recién nacido puede haber un potencial asesino o un rufián.
La responsabilidad de formar a quienes después serán ciudadanos (de hecho) está en los padres (o cuidadores) con o sin leyes que (sobre) protegen a los menores. Basta de tolerar esa pusilanimidad de los adultos que no levantan la voz a un niño porque se contribuye a traumarlo (¿qué existencia no conlleva más de uno?), que no le da una nalgada oportuna porque los golpes son cosa del pasado; lo que sí será del futuro es el criminal con el que tendrá que lidiar la sociedad cuando ese bellaco malcriado crezca. Un no oportuno puede salvarnos a muchos de sujetos bárbaros que ya abundan.
El no es una suerte de disciplina sin necesidad de caer en totalitarismos ni tiranías que aplaste la voluntad del sujeto. La virtud es precisamente esa tensión entre el deseo y el deber más que virtud presumiblemente cristiana. La ética es para los hombres, no para los dioses, parafraseo a Victoria Camps.
¿Dónde radica el límite entre educar/formar y tolerar? La respuesta no la encuentra uno en alguna cartografía. Pero tal vez se halla en un sentido común cada vez más escaso; lo cierto es que no todo es ni debe ser tolerable (vuelvo a mencionar a Camps). Sin embargo, desconocer esa movediza frontera no exime a los adultos de ejercer una autoridad dada por la experiencia, por el hecho de haber vivido más que por infusión divina o por decreto. Recuperar el ejercicio de este conocimiento puede frenar la violencia que padecemos día sí y otro también.
La autoridad (que no debe depositarse únicamente en el padre o el abuelo sino repartirse entre todos los adultos) es un deber moral que urge ponerse en práctica so pena de hacernos cómplice de la degradación de la condición humana que enfrentamos cotidianamente. Ejercer la autoridad no es prerrogativa de políticos, docentes, policías y otras instituciones a las que atribuimos esa tarea, sino de adultos maduros, conscientes de sus derechos pero también de sus deberes. La mala educación de los padres y otros cuidadores se refleja en una convivencia social insana, aunque pocos se den cuenta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario