lunes, 26 de abril de 2010

VIAJAR EN PRIMERA CLASE

De todas las desgracias que aquejan al Planeta, la de la estupidez humana es la que más lo jode. Sin contar el plus que la pederastia del clero aporta a la vida diaria. Deténgase un momento y pregúntese cuándo fue la última vez que se topó con un cenutrio, un zafio, una bestezuela bípeda que va de humano. O mejor aún, hace cuánto que no dialoga con una persona. Seguro le es más sencillo responder a la segunda pregunta.

Que en el mundo hay de todo: listos e ineptos, sabios e imprudentes, genios y locos es una certeza como que el papa miente. Pero nunca como antes la oligofrenia se había adueñado de los espacios públicos, de la política, del gobierno y de la economía, de las religiones, del ejército y de la escuela y demás sitios e instituciones que uno consideraría estratégicos. Y no solamente sobreabundan estos especímenes sino que se jactan de su superioridad numérica. Eso es lo más doloroso, que un idiota le bufe al prudente y encime sea celebrado, condecorado: honoris causa a la insensatez.

Pocos y pocas ponen en práctica elementales reglas de cortesía para una convivencia ya no se diga sana sino armónica, menos desequilibrada. Lo que abunda es el atropello, la sinrazón, la irresponsabilidad, la ignorancia en general convertida en arte, en lo deseable, en una forma de éxito a la que aspira multitudes. El parishiltonismo se ha vuelto religión.

Ejemplos de cómo el sentido común va a la baja muy pegadito con el crecimiento de la población (a mayor gente menos educación) sobran, pero dejaré las siguientes joyas como una manera de liberarme de tanta desgracia.

La pasada madruga de domingo realicé un viaje a la ciudad de México, en “autobuses de oriente ADO, siempre primera” (en joder, en dar mal servicio, en sostener su mediocridad gracias al monopolio que ejerce sobre el transporte de pasajeros en el Golfo, suereste y centro del país) y como en pocas ocasiones, una tribu de zafios coincidió en el vehículo.

En esta ocasión, desde el conductor hasta muchos pasajeros, hubo gala de estupidez sin par. No podía creer que a nadie, a ningún pasajero se le ocurriera cerrar las cortinillas para que al bloquear la luz exterior hubiera penumbra dentro del autobús y fuese posible dormitar durante el viaje. Pero como la operación de liberar un pedazo de tela no está entre las habilidades que una educación por competencias proporcione, todo el viaje padecí la claridad que nos hacía parecer un cocuyo viajando a 95km/h o más, cuando al descerebrado chofer olvidaba que conducía un bus y no un coche fórmula uno.

¿Puede alguien recordar lo incómodos que son los asientos en su posición normal? ¿Recuerda lo terrible que es cargar con la espalda del pasajero de enfrente cuando éste sin considerar a nadie (es su derecho, brama) le coloca el respaldo sobre sus piernas? Pues como el vehículo venía repleto de machos, territoriales todos ellos, a punto estuvo de ocurrir un conflicto cuando un cenutrio se quejó con el otro ‘porque le tocaba las piernas con su espalda’ (sentiría su orgullo muy amenzado). El asunto se resolvió cuando el afectado decidió colocar sus largas piernas –maleta incluida- en el pasillo para ir descansado. ¿Y el resto de los pasajeros? ¡Que se chinguen! Su comodidad es primero. Y observe también cómo son pocos los que regresan el asiento a su posición inicial cuando concluye el viaje, lo que obliga a hacer piruetas para salir del atolladero.

También es terrible viajar en la parte trasera del bus porque la pasarela de pasajeros que visitan el baño puede durar el mismo tiempo que el recorrido. Lo peor es el olor del desinfectante barato que utiliza la empresa; el peste es mayor que si sobre los residuos fecales no se depositara ninguna otra sustancia. Se contaminaría menos el subsuelo. Baños con olores fétidos, sin agua o muy poca. Con un sistema de descargas automático que sigue funcionando cuando ya nadie está utilizando el WC, partes del sanitario desprendidos de su sitios, papel tirado en el suelo, en fin, todo un apocalipsis causado por la mala calidad de los acabados del bus a la que se suma el uso inadecuado que la cenutriez hace del servicio. Anoche, me tocó vivir el concierto de esa combinación tóxica.

Pero aún queda más, el sentido común dictaba antes, cuando aún había esa forma de inteligencia práctica en la mayoría de los humanos, que la noche es para dormir o al menos no es para hacer fiesta y menos en un autobús. Pues esta madrugada, debí escuchar el rugido de los celulares de pasajeros idiotas que no saben cómo programar su teléfono en modalidad vibratoria, en silencio, apagarlo, o en su defecto, ponerle un tono más cercano a lo humano y no apostando por lo tribal, lo ruidoso, lo bestia. Peor si el susodicho responde al timbrazo: gritará de tal modo que una buena parte de los pasajeros se enteran de su triste vida, su miserable vocabulario, su deprimente condición humana.

Entre tonos y música reproducida a alto volumen cuando debería primar el silencio, sólo existen los ronquidos de quienes sabiendo su padecimiento deberían viajar de día, colocarse un parche o no dormir para no abandonarse al descanso como si de verdad se lo merecieran. Y si su adjunto tiene sobrepeso, su viaje será, ya sin lugar a duda, confortable. ¿Todo por un precio tan bajo? Todo por viajar en una línea de transporte monopólica y tirana. ¿Quién nos salvará?

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