martes, 9 de noviembre de 2010

PERIMETRANDO EL NANOLUGAR

¿Quién okupa los espacios llenos? ¿Qué los llena? Abundan los sitios colmados, próximos a desbordar, saturados. Es posible leer en la entrada de los estacionamientos: no hay lugar. En las puertas de acceso de las escuelas: cupo lleno. En los centros de trabajo: no hay vacantes. Doquiera que se deslice la mirada se topará con espacios copados, tapiados, clausurados, negados para el acceso. Hay salidas de emergencia pero no entradas urgentes. La invención del espacio trajo consigo también la materialidad del límite. El cerco. La puerta cerrada. El no.

Sin embargo, el impedimento que deja afuera a muchos no obsta para permitir el acceso –siempre se puede hacer un huequito- a ciertos sujetos, objetos, discursos o acciones. Es decir, el espacio cerrado también inventó la excepción. Esa frontera que cuela y determina lo que ingresa y lo que no. Sobre la ósmosis también aplican restricciones.

Probablemente en ningún otro tiempo, el espacio había cobrado la importancia que tiene ahora, que se tasa en cantidades de varias cifras y se multiplica sólo para reducirlo, atomizarlo y con ello impedir el acceso al mismo. El nanolugar es demasiado pequeño para ser habitado por un ser humano. O por su pensamiento. Bytes versus metros cuadrados. La experiencia del lugar se asume, la mayoría de las veces, a partir de la exclusión: lo no andado, lo no recorrido, lo no habitable. El no-lugar ha devenido en no-estar, en un estar siendo sin ser.

Deambular por la frontera convierte la existencia en un perimetraje. Dar vueltas sobre el contorno de los cuerpos, de las cosas, mirar de lejos a las personas, no tocarlas, enlazarse a partir de ondas electromagnéticas y de microondas, asépticamente. Sentir/se implica el re/conocimiento del lugar, el área, el volumen, la densidad de los cuerpos. Pero la vida que aspira a ser unidimensional impide el encuentro. Sin espacio tampoco hay tiempo. ¡Viva la eternidad! Parece ser la consigna de este mundo.

La condición de tránsfuga resulta ser el estado vital de los sujetos en un siglo en el que habiendo tanto espacio -aun virtual- no hay lugar para la contemplación, el reposo ni la queja. ¿Queda espacio para el amor? ¿Y para el deseo? La vida se reduce a un existir en un “desespacio” y a destiempo. ¿No hay opción? Cómo se responde a esta condena si todo está lleno, está cerrado y se arriba tarde a todas partes. Si acaso se llega.

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