jueves, 28 de julio de 2011

EL ARDOR DE LA SANGRE

La búsqueda del amor, del auténtico amor, parece ser el leitmotiv que articula esta novela de Irène Némirovsky. Estructurada de la misma manera en que se recuerda, los fragmentos de memoria van conformando el ser y sentir de los personajes para desvelarnos que su parecer dista mucho de sus verdaderos deseos.


El narrador vuelca su memoria al interior de un pozo y cubo a cubo va rescatando para el lector, una serie de datos y detalles que le permiten descubrir las actuaciones –sensu strictu– de los personajes. Asistir en primera fila al acto performativo que experimentan a causa del amor.


O a esa fiebre que muchos confunden con el enamoramiento. De ahí que el narrador nos advierta: no cualquier arrebato del cuerpo o del espíritu es digno de ser nombrado amor, si no “le pones la máscara del amor a la primera cara vulgar que se te presenta” (:57). Y entonces, está servida la desdicha.


Porque la novela de Némirovsky está hecha de infortunios y desencuentros, de momentos de felicidad que se empañan con el vaho de la culpa y la embriaguez del recuerdo, confirmando aquello que muchas veces se afirma: todo tiempo pasado fue mejor. La vida suspendida en el anhelo.


El ardor de la sangre es la pulsión que arroja a los cuerpos al abismo en busca de espacio para prosperar en y para el deseo; impulso restringido no solamente por los límites geográficos sino como ocurre muchas veces, por el cerco de una moral que suele venirle chica a quienes aman y desean. Lo refiere el protagonista con un dejo de melancolía: “la carne se conforma con poco. Pero el corazón es insaciable; el corazón necesita amar, desesperarse, arder en cualquier fuego…” (:144).


Paradójicamente, al concluir la lectura de la novela, el lector se encuentra con que las brasas encendidas al inicio, no hacen sino empezar su tarea de arder.

Némirovsky, Irène (2007) El ardor de la sangre, Barcelona, Salamandra.

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