jueves, 6 de marzo de 2008

QUE LÍO CON LO MÍO


El título viene a cuento porque cuando intento explicarle a alguien en qué consisten los estudios de género, descubro la dificultad para hacer asequible una abundante literatura que sobre el tema he ido acumulando a lo largo de estos últimos tres años. Y es que el día a día va evidenciando lo difícil que es la convivencia humana, toda vez que los antiguos papeles sociales tradicionalmente representados por hombres y mujeres ya no parecen ser tales, dan la apariencia de estar difuminados o ambiguos o nulos.
Vayamos por partes. Nacemos hembra o macho; no hay de otra (el hermafroditismo no lo consideraré) pero desde el instante mismo en que la madre y el padre saben el sexo biológico del hijo engendrado empiezan a actuar en consecuencia de ese sexo. Si es hembra decoran en rosa y planean el futuro de esa niña en términos de lo que le corresponde por nacer hembra; si es macho, también se actuará en esa consonancia. Así, el sexo que no es elegido por nosotros se verá reforzado por un género que se le impone: masculino o femenino.
Una vez que el individuo va cobrando conciencia de la diferencia biológica percibe también que ésta le exige actuar en correspondencia con el sexo que porta y asume, sin cuestionárselo –tampoco es que haya opción para ello- la actuación de su género: si se nace macho se debe actuar como hombre, ser masculino; si se es hembra es necesario representar lo femenino. Apartarse de estas convenciones implica más que una trasgresión –que lo es- un salto en el abismo. Significa colocarse en el centro de las críticas por atreverse a violar las normas sociales acordadas por la tradición. No importa que el varón esté muy a gusto con su sexo y género (y lo mismo aplica para el gremio femenino), lo punitivo es atreverse a realizar acciones consideradas propias de un género o de otro.

Aunque el debate ha concluido –por decirlo de algún modo- que no existe justificación natural para ceñirse a los patrones acuñados como femenino y masculino, la realidad social, esto es, la convivencia humana sigue trascurriendo sobre esos rieles que no son inamovibles. Lo masculino y lo femenino son mera convención cultural. Combatir esta norma supone que mujeres y hombres deben sumarse al esfuerzo de romper con estos paradigmas para caer –esto es inevitable- en otros más holgados que le permitan una mayor libertad de acción en tanto que son seres pensantes y deseantes que no pueden restringir sus emociones ni contener sus pensamientos a un molde tan reducido como la heterosexualidad.
Por que ésta consiste en señalar como heterosexuales a las hembras que actúan femeninas y a los machos que asumen su masculinidad y que como un imán, se atraen unos y otros bandos; dejando de lado, fuera, expulsando con violencia las más de las veces, a aquellos machos y hembras que estando contentos con su sexo y género prefrieren a los de su mismo género y sexo. Es evidente que la definición de heterosexualidad no alcanza a cubrir el amplio espectro de sexualidades presentes –emergentes- que constituyen el panorama de la sexualidad humana. No basta tampoco el término homosexualidad. La especie humana no puede reducirse a un concepto en aras de su preferencia erótica. Y sin embargo, habituados a clasificar se exige – se necesita, tal vez- un término que nombre lo que existe, que intente definir lo incomprensible –así lo cree la mayoría- , que dé un lugar en el anaquel de la terminología a esas vivencias sexuales que fluctúan sin agobio de un extremo a otro del espectro de la sexualidad.
Quizás así nace la Teoría Queer. Tal vez por eso el término “raro” –que ha existido desde hace mucho- fue el idóneo o el más cercano para clasificar a aquellos y aquellas que van por la vida sin etiqueta. Lo queer defiende la libertad, la necesidad de liberar el cuerpo aprisionado en vocablos, formulaciones, morales, imaginarios, leyes, dictados, referéndum, ordenanzas y bandos por citar lo menos, y permitirle mayor movilidad, disminuirle la carga que lleva en tanto que forma parte de un conglomerado social. No se trata de anular el orden –desordenado- ya establecido. No pretende la anarquía ni el caos ni la abyección. La palabra clave –una de muchas- es la negociación con las instituciones. El individuo precisa negociar la opresión –las limitaciones que padece el cuerpo- con la institución que lo subyuga. Antes debe identificar la estructura que lo oprime, desmontar ese sistema, analizar qué lo constituye, qué lo justifica y luego negociar su posible derogación o extinción.
La teoría Queer –que carece de ser o aspira a ser una antiteoría o una metateoría- quiere que el individuo deje de pertenecer a un rebaño mayor o a uno minúsculo definitivamente y que pueda optar por pertenecer a todos y a ninguno; esto es, ejercer una inclusión en tanto que en determinado momento forma parte de un grupo A y que en otro instante pueda conformar un grupo B siempre sin menoscabo de su valía; sin necesidad de etiquetas que lo hagan sentir que excluye cuando se manifiesta incluyente o que cae en puntualismo cuando apuesta por un estado y como tal efímero. Esto por supuesto, es una utopía. Existe aún mucho por hacer; la orilla queer requiere de variaciones en el imaginario colectivo, en las estructuras sociales, deseducar a mujeres y hombres para reeducarlos en paradigmas más flexibles y menos constreñidos. Empezar ya y no desde cero sino desde donde se está a formular nuevas relaciones humanas que liberen al cuerpo del individuo del yugo milenario que ha cargado sumisamente, apenas cuestionándolo y siempre justificándolo por temor a no saber cómo nombrar lo que está más allá de su horizonte.

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