martes, 15 de febrero de 2011

DE BUENA VOLUNTAD, MUEREN LOS ILUSOS

Pocas conductas son tan difíciles de llevar a cabo como el ser congruente. Uno no va por la vida aspirando a descolonizar la imaginación (el cuerpo, las emociones, el intelecto) de los sujetos, y al mismo tiempo acepta hipotecar la propia. Hacerlo significaría una afrenta contra la dignidad personal. Y sin embargo, sucede.
En esta dinámica donde el mercado prima sobre la condición de persona, lo común es que en aras de obtener beneficios, dividendos, prebendas o lo que sea entendido como ganancia, bastantes acepten cercenar parte de su existencia y vivir con la cabeza gacha a fuer de cargar sobre sus espaldas el peso de su cobardía. O su resignación. Incluso ambas. Existe por doquier lo que denomino miserybusiness, la miseria convertida en transacción económica en la que gana, of course, el dueño del cuerpo del paria.
Y cualquiera puede ser ese indigente reducido, basurizado y luego vendido como chatarra lista para el reciclaje, y su posterior venta como producto manufacturado a su vez, por manos, mentes y ojos también basurizados. Ejemplos sobran. Uno puede empezar a dar clases en un instituto y llegado el día de pago recibir un porcentaje menor de lo acordado, sólo porque la institución está en crisis y hay que 'ponerse la camiseta', expresión tan vulgar como su pretendido significado.
De este modo, la empresa no pierde y el trabajador sigue haciendo realidad su sueño de desasnar gente. Claro, si el sujeto en cuestión acepta el trato a todas luces desigual, injusto, asimétrico, arbitrario, ruin, indignante, miserable. ¿Es posible vivir en la precariedad sin tener que hipotecar la dignidad? Eso depende de lo que quien lee entiende por un concepto y otro. Son muchos y muchas las que precarizando su dignidad (sobre)viven como el que más. Y también no son menos los que aseguran que con la posmodernidad la dignidad cambió de nombre y de representación: así, comer de rodillas se juzga como comodidad corporal. Con lo cual, ni en pedo estoy de acuerdo.
Apelar a la buena voluntad de las personas (ciudadanía, empleados, prestadores de servicio social) en los tiempos de crisis, es un discurso tan inútil como quien lo sugiere, y tan viejo como las crisis. Como cierto es el hecho de que cuando el negocio va a la alza, el sujeto sigue igual, sin ascender nada. Yo no acepto trabajar más ganando menos, quizá esa es la lección que se aprende cuando se hace investigación en estudios de género. O cuando se aspira a descolonizarse de esas lacras que la mayoría llama 'la realidad'.
A mí no me seduce ya el amor por la camiseta (a cualquier cosa se denomina amor y se abarata el término) ni me mueven heroicidades abyectas. Exijo lo justo y si no es posible, pues a moverse que el universo también se expande. No estoy para sacrificios ni para pintar en mi horizonte falsas esperanzas, en el supuesto, de que el mercado no haya cooptado ya la esperanza.

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