martes, 1 de febrero de 2011

MI VIDA EN FB

A mí lo que me gusta es la vida real. La virtualidad, llámese blogósfera, feisósfera o ciberespacio, me sirve para desestresarme. La vida real cansa, pero da muchas satisfacciones.

Refiero lo anterior, porque en las últimas dos semanas cada día que accedo a FB leo una o más solicitudes de amistad de seres que no conozco, de otros a quienes hace mucho no frecuento y unos más que no me interesa agregar a mi lista de ‘contactos’, que no amigos.

Ya una vez referí, que no soy capaz de mantener comunicación con mil o más agregados. Ni siquiera con cincuenta, así aparezcan en tandas de cinco o de diez. Cuando rebasé la media centena tuve que reaccionar y elegir entre seguir con FB o eliminar datos que sólo engordan mi lista y la afean: en lo virtual también se juega uno la estética.

Amén de que le restan valor afectivo al espacio, porque las verdaderas amistades se mezclan con intrusos y/o curiosas que sólo buscan figurar en un universo que entiendo masivo pero con restricciones: las que asume mi dedo al dar click en aceptado o en otro momento (que se torna nunca).

No tengo problemas de soledad y si los tuviera no sería enlistando a centenares de personas a una inventario virtual como remediaría mi situación existencial. A mí me gusta la vida real y con poca compañía, que pueda elegirla y que la disfrute.

Por eso detesto que cuando acudo a un café o a un restaurante y ocupo un sitio reservado, la primera persona que aparezca se aplaste en la mesa de al lado, máxime cuando consta que existe más espacio disponible. Me ven solo y se pensarán que echo de menos la compañía y se acercan a afearme la atmósfera con su presencia. Detesto la adyacencia innecesaria.

Hay mucha gente que no se da cuenta de que no aporta nada o muy poco a los otros y encima obstaculiza, como si una revelación le hubiera transferido que en ello está su misión, destino, vocación, redención: estorbar. Son bastantes quienes adoran esa promiscuidad corporal en la que la mezcla se torna orgía, aleación, masa amorfa, vulgaridad.

A mí me gusta la vida real con sus límites. Las personas con sus perímetros. Los cuerpos con sus volúmenes, contenidos, circunscritos. Que la cercanía sea una poética de la seducción, una erótica del espacio. Un deseo.

Nada que ver con esa vulgarización que causa la revoltura desordenada, desbordada, histérica. Todavía recuerdo un suceso ocurrido en una sala de espera, de madrugada. Tres filas de asientos desocupados: elegí la hilera más lejana y el asiento más extremo. Minutos después aparecieron tres personas obesas, desaliñadas, embromadas con maletas y accesorios y de todos los lugares posibles del mundo eligieron arranarse junto a mí. Ahí entendí que la mala suerte, de esa que hablan algunos, existe.

Afortunadamente me libré pronto de ese malestar. ¿Se piensa la gente que todos tenemos pánico a la soledad, que la posmodernidad también diluyó las propiedades física de la materia o actúa así sólo por joder? Mientras encuentro la respuesta, sigo limpiando mi lista de FB para que no alcance (menos aún rebase) los cien ‘contactos’. Yo soy de esas rara rarezas que prefiere personas, antes que a una colección anónima de nombres sin referente.

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