martes, 28 de julio de 2009

PENSAR COMO RESISTENCIA

Si digo: la vida cansa, nada nuevo agrego a la experiencia vital de muchos y de muchas. La vida, en efecto, harta. Pero no cualquier existencia, solamente aquella que se asume reflexivamente, esto es, con conciencia de que se está vivo y de que los actos que se realizan repercuten directa e indirectamente –pero repercuten al fin y al cabo- en los demás.

Planteado así, la vida aburre a pocas y a pocos. Basta con que usted eche un vistazo a su alrededor: observa, sin duda, a gente que tira basura en la calle sin el más mínimo pudor; automovilistas que no respetan los señalamientos de tránsito y con ello agravan el problema de los embotellamientos; mujeres y hombres escupiendo en las banquetas (y luego se quejan de que dicen que este –el mexica- es un pueblo de cochinos y cochinas); personas comunicándose a gritos, ya por el ‘móvil’, ya cara a cara. La demencia con permiso para andar por las calles.

La convivencia social ha degenerado en un caos, en la incivilidad, dicen los entendidos de estos temas. Recuerdo gratamente –entre muchos otros gratos recuerdos- de Madrid, la civilidad –que así debe llamarse la organización- de los agentes de tráfico (como dicen allá) y de los conductores en una situación específica como la de mucha carga vehicular: cuando una calle o avenida supera su aforo, se hace una retención –se corta el flujo automovilístico- y se da el paso a los otros autos que viene en otra dirección, aun cuando la luz del semáforo les indique el alto. Esto, para no cerrar la circulación y provocar el colapso.

Pero sucede allá, en algunas partes, si se quiere demeritar la acción, con otro tipo de ciudadanía, con gente sensata. Acá a pocas personas le da el cerebro para detenerse cuando observa que si sigue recorrido –porque así se lo permite la luz del semáforo- obstaculizará un carril, un paso o una acera (amén de que siempre hay alguien detrás que lleva más prisa). En este paisito vale todo: si me corresponde el paso, me cruzo aunque asfixie la circulación: es mi turno y sigo. Al diablo también el uno por uno, ¿pero se podría esperar algo distinto de una ciudadanía que no sabe las tablas de multiplicar?

La sensatez –porque supongo yo que para llevar a cabo tal acción no hace falta tener en el cerebro un acelerador de neuronas- está extinta. Y no es cuestión de valores –como joden las televisoras machaconamente- ni de tomar cursos de manejo, ni ninguna otra patraña con la que se pretenda justificar tanta asnalidad (qué me disculpe el burro) como de sentido común. A ello se reduce –o así debería ser- los continuos embotellamientos que padecen las ciudades –podría decir que sólo el DF es así, pero Xalapa también tiene sus cenutrios y cenutrias al volante que joden la vida de los demás. Sucede en todos los sitios donde abundan los autos y donde sobran bestias.

Existen tantas maneras de hacer la convivencia más amena, pero también hay una oferta saturada de imbéciles que deambulan por las ciudades –andando a pie o en auto: ¡Jesucrista, que ya no sabe uno qué es peor!- que se antoja quedarse en casa y no dar un paso más. Pero ceder significaría reconocer que el Reino de las Bestias se ha instaurado completamente entre nosotros y nosotras.

La vida cansa, sí. Pero hay que mantener la resistencia. Dicho de otro modo, hay que seguir pensando.

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