martes, 12 de junio de 2007

DE LOS PELIGROS DE LADRAR

Soy un perro que entiende el lenguaje humano. Tal vez fue obra de un milagro o una falla genética, lo cierto es que cuando ladro refiero en idioma perruno lo que mi hipófisis canina me ha hecho comprender.

Los perros sin amo, porque soy uno callejero, ladran por casi nada. Lo hacen cuando tienen hambre –lo cual sucede siempre-, también cuando sienten miedo –que sus razones para ello tienen-, cuando buscan cobijo –en algún sitio sin importar el color de la casita- y cuando quieren un hueso –de preferencia no roído por alguno más porque le quita el sabor auténtico de hueso-. El caso es que un perro sin bozal ni cadena es un peligro real. Una amenaza latente a la salud pública. Sería exagerado referir que también lo puede ser para la seguridad nacional.

Imaginen a un perro que en lugar de mear de lado lo hace de pie y en los servicios sanitarios donde sólo pueden ingresar las personas. Si se permite la entrada a perros, al rato será una jauría la que acuda en masa a los sitios públicos no sólo para recrearse o asearse sino pidiendo también beneficios sociales y económicos, sobre todo de índole financiera, porque la vida de un perro sin dueño es canija y no está de más tener una seguridad, una certeza sobre el futuro más allá de un huesito. Pero ¿dónde se ha visto que un perro aspire a llevar una vida reservada a los Humanos? La vida canina es perra y los sueños, perros son.

Sin embargo, ser perro –huérfano- tiene sus ventajas. En algún momento ladras a un Gran Humano y si te echa te vas pero vuelves más tarde. Te largan nuevamente. Retornas y ladras. Si tus ladridos son insistentes puedes conseguir un hueso sin sabor o una madriza. En cualquier caso, habrás conseguido llamar la atención del Humano. Se sabe que los hombres no son indiferentes a los ladridos de un can. Tarde o temprano el perro recibe un castigo (una casita y un amo) o su recompensa: una muerte digna que lo libere del sufrimiento diario.

Pero a un perro al que no le ha tocado casita ni amo ni hueso no lo silencian con gritos ni con golpes; los amagos de castigo no lo asustan ni le hacen recular en sus ladridos. Un perro apátrida sólo se calla cuando la rabia se corta de raíz, es decir, cuando al animal ha sido vacunado a tiempo para que no contraiga la enfermedad o una vez contagiado se le aniquila.

Entonces el silencio es casi total, porque en los oídos humanos siempre queda el eco de esos gruñidos del perro sacrificado, es como si en lugar de conciencia, el ser humano tuviera grabado para siempre, un muestra gratis del efecto Doppler para que recuerde, ad perpetuam, que la vida de un perro es difícil, pero la de un Humano, es todavía más perra.

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