viernes, 6 de junio de 2008

LA OPERATIVIDAD DE LA MASCULINIDAD 2

LO EMOTIVO Y LO MASCULINO

Los hombres aprendemos a vivir nuestra emotividad a partir de la culpa (cuando no del rechazo de toda afectividad), ya que el feminismo ha “explicado” la experiencia de ser hombre como “violadores en potencia”, lo que conlleva a asumir una actitud que por un lado desmienta la acusación mujeril y por otra, nos permita desquitarnos de tal afrenta. Y si los varones somos seres “racionales”, no es posible que nos permitamos el lujo de equivocarnos ni darles la razón a las mujeres. Lo anterior nos sumerge en un conflicto constante.
Los hombres crecemos escuchando juicios que nos catalogan como “malos” por naturaleza, y esto forja en nuestra interioridad la noción de que es imposible subsanar, cambiar o transformar la masculinidad adquirida. Tal situación urge a reconocer las tensiones y las contradicciones que hay en la experiencia de los hombres, lo cual resulta muchas veces difícil de identificar porque estamos habituados a eliminar cualquier manifestación afectiva. Esto nos forja una apariencia de individuos incapaces para adoptar decisiones y acciones en el espacio de lo emocional. De modo que se da por hecho que los hombres nunca asumimos la responsabilidad de nuestra vida, pues primero la madre y luego la pareja (femenina, se sobreentiende en el discurso heterosexual) la asume por nosotros. Los varones interpretamos –porque así somos educados- que el amor se manifiesta mediante el hecho de que alguien satisfaga nuestras necesidades sin que medie la necesidad de decirlo con palabras. Porque tal es la condición de privilegio que hemos advertido recibían los varones en el ámbito doméstico en el que crecemos. Al racionalizar el sentimiento, los hombres aprendemos a comunicar nuestras necesidades personales y emocionales con apenas sugerirlo de manera no verbal. Así, temerosos del rechazo afectivo rara vez integramos la experiencia de asumir responsabilidades por nosotros mismos. Seidler aclara: “…cuando los hombres aprenden a reconocer sus emociones y sus sentimientos, con ello aprenden qué valor dar a aspectos diferentes de su experiencia” (:178). Asumir tal vivencia significa que también aprendemos a enfrentar nuestra afectividad sin que esto implique una merma de nuestra virilidad, el eterno temor de muchos varones.
Como la identidad masculina se constituye y sostiene dentro del ámbito público resulta difícil manifestar nuestras emociones con nuestra pareja y amistades. Esa idea de que “tenemos que arreglárnosla por nuestra cuenta” sigue arraigada y nos limita (cuando no impide), tender puentes afectivos con los demás. Por eso es común que los hombres nos sintamos encerrados dentro de nosotros mismos, padeciendo una suerte de asfixia emocional que limita el desenvolvimiento de nuestra afectividad, pues aún experimentando la necesidad de acercarnos emotivamente a otras personas constantemente nos percibimos incapaz de lograrlo. Es como si hubiésemos aprendido (y en la práctica así es) a guardar nuestros sentimientos negativos para nosotros mismos con la finalidad de no causar daños a terceros si compartimos tales preocupaciones; en realidad se trata del temor a que conozcan que también somos vulnerables afectivamente; ese afán absurdo de demostrar en todo momento la entereza de nuestro carácter; el sin sentido de una emotividad fragmentada cuando no diezmada. Seidler concluye al respecto que los hombres: “…en el seno de la modernidad hemos aprendido a identificarnos como seres racionales de una manera que hace que el acceso a nuestras emociones nos parezca una amenaza, ya que puede poner en duda la imagen que aprendemos a sustentar de nosotros mismo como seres libres e independientes” (:204). Lo cual explica, mas no justifica, que en el marco de la cultura masculina dominante (masculinidad hegemónica
[1]) aprendemos a tratar a las mujeres como objeto sexual y a desairarla y a menospreciar su presencia con el fin de afirmarnos a nosotros mismos; como si la masculinidad sólo pudiera definirse por represión o la anulación de la feminidad y no por su relación con ella. Pero esta actitud de desprecio y de sometimiento lo hacemos expansivo también a todos los seres débiles o a aquellos que consideramos de un rango inferior al nuestro. La masculinidad opera desde la imposición[2].

[1] La noción de masculinidad hegemónica, que fue acuñada y desarrollada por autores anglosajones (Connell, 1995, 1997, 1998; Kimmel, 1997, 1998; Kaufman, 1997; Seidler, 1994), es definida como "una configuración (...) que encarna la respuesta corrientemente aceptada al problema de la legitimidad del patriarcado, la que garantiza la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres" (Connell, 1997:39), tiene como atributo central la heterosexualidad; de modo que se prescribe para los hombres un determinado deseo y un ejercicio de la sexualidad consecuente con él. Entre los elementos probatorios de la hombría encontramos la mantención de relaciones sexuales con mujeres como uno de importancia capital (Gilmore, 1994; Badinter, 1993; Fuller, 1997a, 1997b; Kimmel, 1997; Connell, 1997; Valdés y Olavarría, 1998; Olavarría, et al., 1998). Este universo simbólico puede, en un determinado momento cultural e histórico, constituir la "estrategia" aceptada y en uso de ser hombre; en este sentido es hegemónica. De este modo, una forma de masculinidad puede ser exaltada en vez de otra, pero es el caso que una cierta hegemonía tenderá a establecerse sólo cuando existe alguna correspondencia entre determinado ideal cultural y un poder institucional, sea colectivo o individual. Según los mandatos del modelo hegemónico de masculinidad un hombre debería ser: activo, jefe de hogar, proveedor, responsable, autónomo, no rebajarse; debe ser fuerte, no tener miedo, no expresar sus emociones; el hombre es de la calle, del trabajo. En el plano de la sexualidad, el modelo prescribe la heterosexualidad, desear y poseer a las mujeres, a la vez que sitúa la animalidad, que sería propia de su pulsión sexual, por sobre su voluntad; sin embargo, el fin último de la sexualidad masculina sería el emparejamiento, la conformación de una familia y la paternidad. El modelo hegemónico se experimenta con un sentimiento de orgullo por ser hombre, con una sensación de importancia. Moralmente el modelo indica que un hombre debe ser recto, comportarse correctamente y su palabra debe valer; debe ser protector de los más débiles que están bajo su dominio: ­niños, mujeres y ancianos, además de solidario y digno (Valdés y Olavarría, 1998:15-16). De este modo, el modelo encarnado en una identidad "se transforma en un mandato ineludible, que organiza la vida y las prácticas de los hombres" (Ibíd.: 16).
http://www.flacso.cl/flacso/main.php?page=noticia&code=80
[2] Entiéndase por operatividad la capacidad de producir algo o el efecto que se pretendía. También es la capacidad para funcionar o estar en activo. Cfr. Diccionario Espasa Calpe.

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